Libertad Religiosa - Laicidad positiva

“Laicidad positiva”, ¿una nueva vía?

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El discurso ofrecido a fines de 2007 por Nicolas Sarkozy en la Basílica de Letrán de Roma en el que proponía el “laicismo positivo” como vía para una mejor interpretación del papel de las religiones en la sociedad parecía ser el inicio de una nueva etapa en este ámbito. El cambio de mentalidad que introducía a través del nuevo término suponía una sacudida sobre la concepción tradicional moderna del papel de la religión en la vida pública, dado que el “laicismo positivo” de Sarkozy consiste básicamente en ver las religiones “no como un peligro sino como un bien”. Las alusiones a apertura o el mismo sentido “positivo” mostraban este giro consciente en lo que ha sido uno de los pilares fundamentales de la Francia moderna y contemporánea, o sea el “laicismo”.

El anuncio posterior de la visita de Benedicto XVI a Francia con motivo del 150 aniversario de Lourdes preveía una cita inexcusable en torno a éste y otros temas y abría la duda sobre qué impacto podría tener el discurso del Papa en una Francia marcada por la secularización y un elevado grado de relativismo ético.

Probablemente la visita a Francia de Benedicto XVI en el mes de septiembre haya marcado un antes y un después en las relaciones entre la Iglesia y el Estado en el país galo. La visita que a priori se calificó de intrascendente o de escaso calado social se ha convertido sin embargo en punto de referencia inmediato para el debate ético y político en torno a temas delicados y actuales como la laicidad del Estado y el alcance de la misma, el papel de la religión en la cultura de Occidente o el grado de colaboración necesaria entre la Iglesia y el Estado. Igualmente el resurgimiento del debate público sobre el papel de las religiones en la sociedad contemporánea ha resultado una sorpresa para muchos.

Concretamente Benedicto XVI resaltaba en París que tanto las raíces de Francia como las de Europa “son cristianas” y abogaba por una “laicidad positiva” para una “comprensión más abierta” de la Iglesia y del Estado, precisando que “la desconfianza del pasado se ha transformado en un diálogo sereno y positivo que se consolida cada vez más”.

Con ello el Papa retomaba la expresión de “laicidad positiva” acuñada por Nicolas Sarkozy. Según Benedicto XVI el presidente francés había pretendido designar con este término una comprensión más abierta en un momento histórico en el que las culturas se entrecruzan cada vez más. Al tiempo se mostraba convencido de que una nueva reflexión sobre el significado auténtico y la importancia de la “laicidad” es cada vez más necesaria.

Por este motivo el Papa destacaba con convencimiento en su discurso que en la actualidad “es fundamental insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos como la responsabilidad del Estado hacia ellos” y por otra parte tener “una clara conciencia de lasfunciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias”. Finalmente afirmaba la necesidad de la contribución de la religión para la creación de un “consenso ético” en la sociedad.

El Papa Benedicto XVI
El Papa
Benedicto XVI

Estas propuestas -cuyo contenido procuraremos abordar con detenimiento- daban pie a una respuesta precisa en el discurso de Nicolas Sarkozy, de modo que la visita del Papa escenificaba el punto de arranque para un diálogo fructífero en Francia sobre cuestiones consideradas inamovibles o consolidadas hasta el día de hoy.

El presidente francés citaba en consecuencia durante el discurso pronunciado en el palacio del Elíseo al poco de la llegada del Papa a París su respuesta personal e institucional al pontífice: “privarse de las religiones sería una locura, simplemente una falta contra la cultura y el pensamiento. Por eso llamo a un laicismo positivo”. Sarkozy afirmaba además que Francia no pone a nadie por delante de nadie pero que al tiempo asume sus “raíces cristianas”. Su alocución continuaba con una alusión al diálogo con las religiones como un hecho que aporta “legitimidad a la democracia” y que a la vez es “respetuoso con el laicismo”. De este modo se refería a las religiones, y “sobre todo la religión cristiana, con la que compartimos una larga historia”. Sarkozy se atrevía a afirmar que las religiones, con especial alusión al cristianismo, son “patrimonios vivos de reflexión”. Y volvía a defender abiertamente al final de su discurso un cambio hacia el “laicismo positivo, el laicismo abierto que es una invitación al diálogo”.

Como una de las principales valoraciones que podemos hacer al respecto es que tanto las propuestas de Benedicto XVI como las afirmaciones de Nicolas Sarkozy indican un cambio de tendencia en la Francia republicana y laica. Tras décadas y por qué no decir siglos de relación tensa, sobre todo de una de las partes hacia la otra, las conclusiones políticas y éticas a efectos de cultura y sociedad han llevado al presidente francés a un replanteamiento serio de la cuestión de la laicidad del Estado y el papel que la religión ha de desempeñar en el seno de una sociedad democrática y moderna, abierta al futuro.

Para los representantes del laicismo más militante, incapaces de ceder un ápice en el terreno de las “conquistas históricas” este hecho ha supuesto un desliz inapropiado de un presidente francés. La mera alusión o referencia terminológica al “laicismo positivo” ha sido interpretada como una interpelación peyorativa hacia el mismo laicismo, y por lo tanto una negación de éste que viene a ser sustituido por otro cuyo contenido difiere de un “auténtico espíritu laicista”. A este respecto bien hemos podido leer o escuchar que “laicismo es laicismo”, sin que éste sea de por sí negativo. Es más, la respuesta inmediata de los laicistas ha sido argumentar que el laicismo es siempre positivo.

Efectivamente la entrada del nuevo concepto en el debate cultural y político se ha considerado una agresión directa al laicismo. Podemos preguntarnos ingenuamente el por qué de esta interpretación. Sin embargo hay razones sencillas para entenderlo, razones que entroncan con la raíz misma del laicismo “histórico”. Hasta ahora los principales defensores de un laicismo a ultranza han enarbolado esta bandera en pro del respeto, de la tolerancia hacia un pluralismo nihilista, en defensa de la “libertad”.

Paradójicamente la estricta aplicación de este laicismo ha reducido la dimensión pública de lo religioso a una no presencia casi habitual. Esto ha conducido a la negación arbitraria de derechos básicos como la libertad de opinión, o la posibilidad de ejercer responsabilidades propias por parte de asociaciones o entidades religiosas en relación con las grandes cuestiones que suscitan un debate ético en profundidad. La consecuencia más palpable de todo ello ha sido de una parte el empobrecimiento de la reflexión y su impacto en la opinión pública, y de otra la renuncia paulatina a asumir responsabilidad social en las recientes generaciones. Por ello no es sin conocimiento de causa que Nicolas Sarkozy afirmara en septiembre que la privación de las religiones “sería una locura” (privación que ha sido práctica manifiesta según el “beneficio democrático” de una independencia mal entendida y aplicada). Sarkozy califica esta privación de “falta contra la cultura y el pensamiento”. Desde luego ambos han sufrido en demasía los estragos de un aislamiento absoluto del sentido de la trascendencia, pero finalmente la primera afectada por los efectos de esta tradición secularizadora es la propia sociedad.

Ciertamente la corriente laicista se equivoca en el análisis, una vez más debido a las trabas que a nivel de reflexión interpone la visión de la ideología; en el fondo no se trata tanto de sustituir un concepto por otro como de analizar las consecuencias de su puesta en práctica, lo que ha generado en el plano social, si ha sido tan beneficioso para el conjunto de la sociedad como se creía, o si por el contrario ha entorpecido la calidad de la reflexión o la virtualidad en las prácticas sociales. La crisis a la que ha llegado Francia en los últimos años afrontada cara a cara en las últimas elecciones presidenciales, no es sólo una crisis estructural vinculada a un modelo económico, es una crisis más profunda que afecta a las raíces mismas de la sociedad. Y en este terreno hay que hacerle un hueco a la perspectiva filosófica, al modelo cultural, a los valores dominantes... Si de verdad se quiere afrontar una regeneración social tal y como Sarkozy proponía al comienzo de su mandato presidencial, un paso obligado es la adopción de una acepción más positiva del laicismo tal y como se acaba de proponer. No se puede pretender aspirar a mejorar la ética social o influir en comportamientos y hábitos que mucho tienen que ver con la verdadera integración o con el aumento de la responsabilidad social sin abordarlo de manera transversal (teniendo en cuenta a todos los actores y agentes cuya acción es positiva en este proceso). El papel de la religión no debería ser accidental, y en el caso europeo (con una cultura modelada por la influencia del cristianismo y los profundos valores humanos que de ésta se desprenden) este elemento es fundamental o propio de su fundamento.

En los días previos a la visita de Benedicto XVI el cardenal Bertone introducía el tema con algunos comentarios que permiten centrar los puntos principales del debate y la propuesta de Sarkozy. Bertone afirmaba al respecto que el “laicismo positivo niega la intolerancia o la hostilidad”; “nadie debe ser obligado a creer y nadie debe ser impedido de creer”. Éste es a buen seguro el polo principal del cambio que suscita el término y la filosofía que lo acompaña: la eliminación de la hostilidad manifiesta hacia el hecho religioso y el respeto al valor fundamental de la libertad del hombre.

Pero el término y sus connotaciones van mucho más allá, porque abordan al mismo tiempo el papel de la Iglesia en la sociedad, que según la interpretación del cardenal refiriéndose a este nuevo sentido del laicismo “(...) puede hacer conocer su opinión sobre tal o cual aspecto de la legislación de un país, si se evidencia que se aleja de la ley natural o del bien común. Al mismo tiempo debe respetar y ser respetado. Respetar no significa hacer pactos o ser indiferente, sino mirar con atención e incluso admiración, al mismo tiempo que se conserva la libertad de hacer saber lo que debe ser rectificado o modificado”. Se trata en definitiva de permitir que la Iglesia realice su papel, o dicho de otro modo, de reasignar este valor de libertad también a la Iglesia. Este cambio guarda relación con la confusión que durante mucho tiempo ha generado el propio laicismo en aplicación a las relaciones Iglesia-Estado. En este tema se ha venido a considerar que la separación de ambas instituciones implica el “silencio” de la Iglesia sobre cualquier cuestión que sea de dominio público, ya sea debate ético o sobre una legislación determinada. Históricamente la Iglesia ha reivindicado como parte de su misión divulgar y preservar todo lo relacionado con la dignidad del hombre, y esto afectaba a las legislaciones sociales de los últimos años en temas tan notorios como vida o familia. El laicismo positivo viene a reconocer ahora de algún modo la posibilidad de pronunciarse libremente sin que por ello se le acuse de invadir una esfera que es competencia del otro. Una separación Iglesia-Estado bien entendida permite una actuación armoniosa y complementaria de ambas instituciones sin que éstas tengan por qué confundirse o ignorarse.

Esta filosofía más abierta va en la línea del reclamo de Benedicto XVI durante su visita francesa, en la que vinculaba precisamente el laicismo positivo a una 'comprensión más abierta' de las relaciones entre Iglesia y Estado. Es más, el laicismo positivo de Sarkozy abría para Benedicto XVI la puerta a una reflexión aún más profunda: “(...) En este momento histórico en el que las culturas se entrecruzan cada vez más entre ellas, estoy profundamente convencido de que cada vez es más necesaria una nueva reflexión sobre el significado auténtico y sobre la importancia de la laicidad”. El laicismo positivo viene a ser un planteamiento nuevo en torno al verdadero carácter de la laicidad.

Este es con mucha probabilidad el punto central del debate: el “laicismo positivo” es una puerta real al diálogo y a una colaboración respetuosa con la independencia de los actores porque se aleja de la hostilidad propia del laicismo y se aproxima a la cordialidad propia que sugiere la “laicidad”.

El laicismo –que no ha sido siempre el mismo y que ha variado en intensidad y forma según el momento– ha ido evolucionando hasta alcanzar un punto de radicalización. En esta fase lo religioso se ha relegado al único ámbito de la vida privada y lo público ha invadido y regulado esferas no propias de su competencia; en el fondo lo público ha adquirido ciertas características de “religiosidad estatal” asumiendo un nuevo carácter de “tutor moral” impropio de sus funciones básicas.

Como contrapunto a esta situación el “laicismo positivo” abre la puerta necesaria al diálogo, y a la posibilidad real de que cada institución pueda ejercer su labor en consonancia con sus funciones propias. Así el Estado y la comunidad política pueden recibir las aportaciones indispensables para el bien común que por sí mismos no pueden ofrecer.

El caso francés, con sus peculiaridades históricas y filosófico-políticas, se presenta como el ejemplo más cercano y actual del agotamiento de un modelo. El giro inesperado pero necesario del presidente francés supone un intento de tomar las riendas y reconducir un asunto que no ha sido sino foco de conflicto latente durante largas décadas. Ahora se trata de saber si aún se está a tiempo de introducir savia nueva, o si esa cordialidad anunciada se podrá abrir paso tras un periodo tan largo de hostilidad y lejanía. Sea como fuere este cambio adquiere el carácter de oportunidad no sólo para Francia, sino para toda Europa. Un trabajo constructivo en el diálogo y la colaboración desde esta nueva perspectiva permiten aspirar a definir horizontes diferentes para el viejo continente.

Si este proceso evoluciona correctamente entonces las aspiraciones francesas de cara a asumir una postura de liderazgo europeo se verán reforzadas. Europa necesita de nuevos modelos y motores y éste bien puede ser uno de ellos. Y mientras nuestros vecinos franceses se plantean asumir un modelo diferente, desde España se pretende acelerar sobre la vía de final caduco. En el fondo se trata de una sutil diferencia: intentar ir a la cabeza  aceptando los riesgos del cambio, o acogerse al puesto de cola y asumir el coste de la ideología.

Mª Ángeles Muñoz (Madrid, 1978) es politóloga por la UCM especializada en Análisis Político y Relaciones Internacionales, con doctorado en Procesos Políticos en la UE y países de la Antigua Unión Soviética (UNED). Ha sido profesora de Sociología en Valencia, donde también ha coordinado formación en Dirección y Comunicación para profesionales a través de la Universidad Politécnica (UPV). Actualmente participa en foros de estudio europeo y realiza análisis político y electoral en diferentes medios.

Fuente: gees.org