Desde la segunda mitad del siglo I hasta el año 313 -y después en ciertas provincias- los cristianos en el Imperio Romano fueron perseguidos. En los primeros tiempos las autoridades cristianas no distinguían la doctrina cristiana de la judía. Así el historiador Tácito menciona las revueltas causadas en Roma en tiempo del emperador Claudio "por un tal Cresto", a quien cabe identificar con Cristo, como la causa de la expulsión de los judíos de la ciudad de Roma el año 44.
Se suele afirmar que hubo diez persecuciones romanas contra el Cristianismo decretadas por diez emperadores: son las persecuciones de Nerón, Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Maximiano, Decio, Valeriano, Aureliano y Diocleciano. En realidad durante todo este periodo el cristianismo fue religión prohibida (religio illicita) y estuvo permanentemente bajo el riesgo de persecución dependiendo de la sensibilidad de los gobernadores provinciales del momento. Durante largas épocas había bastante tolerancia y la Iglesia tenía bastante libertad de actuación, que era interrumpida por algunas detenciones y algunos martirios, lo que obligaba a los cristianos a pasar a la clandestinidad. Las diez persecuciones tradicionales son diez momentos en los que las autoridades centrales iniciaban épocas de persecuciones generalizadas. Con todo, nunca eran seguidas uniformemente por el Imperio: una vez más, el grado de cumplimiento de los decretos persecutorios del emperador dependía del celo de cada gobernador.
La intensidad de cada persecución también variaba de una a otra: la de Nerón probablemente causó unas decenas de muertos en Roma y no se sintió fuera de la ciudad, mientras que la de Diocleciano tuvo como finalidad exterminar el cristianismo y se empleó a fondo. Tanto fue el derramamiento de sangre que Diocleciano hizo acuñar una moneda con la inscripción «Diocleciano, emperador que destruyó el nombre cristiano».
Es difícil dar un número de víctimas. El historiador inglés del siglo XVIII Edward Gibbon arroja un máximo de 2.000 víctimas cristianas durante la Gran Persecución (303-313) y supone un estimado total de 4.000. Hoy día los historiadores más solventes suponen unas cifras de algunos miles (seguramente menos de 10.000) en todo el periodo.
Se conservan un buen número de actas de los juicios a los mártires (las Acta martyrum o actas de los martirios) que fueron -en la medida de lo posible- copiados cuidadosamente por los correligionarios de los mártires de los archivos oficiales y conservados en los archivos eclesiásticos. Sin embargo, la dispersión geográfica de las actas que nos han llegado es muy irregular porque en la persecución de Diocleciano se dio la orden de destruir estos registros.
Este es el detalle de las diez persecuciones:
Primera persecución, bajo Nerón, alrededor del año 64: A Nerón el pueblo le atribuyó el incendió de Roma; para escapar a la ira de la población, se le ocurrió culpar a los cristianos de este crimen. Fueron detenidos los cristianos de Roma y muchos fueron crucificados en el monte Vaticano, en las cercanías de Roma. San Pedro y san Pablo murieron en esta persecución.
Segunda persecución, bajo Domiciano, alrededor del año 95: Este emperador tuvo en vida fama de cruel y tirano. Solo se conocen por su nombre dos mártires, el consul Flavio Clemente y su mujer Domitila, acusados de ateísmo (gravísima imputación que era la que se usaba contra los cristianos), aunque el historiador griego Dión Casio afirma que con ellos murieron muchos otros que «habían adoptado los usos judaicos».
Tercera persecución, bajo Trajano, alrededor del año 107: Plinio el Joven, gobernador de la provincia de Bitinia, envió al emperador Trajano un excepcional informe acerca de los cristianos, en el cual decía: «Se reúnen en ciertos días antes del amanecer para cantar himnos de alabanza en honor a Cristo, su Dios; toman juramento de abstenerse de ciertos crímenes y comen de un alimento corriente pero inocente» (presumiblemente alude a la comunión eucarística). En la respuesta del emperador se dan instrucciones: «no hay que perseguirlos; si se los denuncia y acusa, hay que castigarlos, pero quien haya negado ser cristiano y lo haya demostrado realmente, es decir, mediante la súplica a nuestros dioses, aunque hubiera sido sospechoso en el pasado, que obtenga el perdón por su arrepentimiento». Como se ve, los gobernadores no debían buscar cristianos, pero debían intentar la apostasía de aquellos que eran denunciados y conminarlos con castigos.
El papa san Clemente fue una de sus primeras víctimas; Simeón, segundo obispo de Jerusalén, fue crucificado; san Ignacio, obispo de Antioquía, fue arrojado a los leones en el anfiteatro de Roma.
Esta persecución continuó bajo Adriano, quien condenó a santa Sinforosa y a sus siete hijos a la muerte. Profanó los lugares sagrados de Jerusalén (cristianos y judíos) y erigió estatuas de dioses paganos en el lugar del calvario y sobre el sepulcro de Jesucristo.
Cuarta persecución, bajo Marco Aurelio, cerca del año 167: San Policarpo, discípulo de san Juan y obispo de Esmirna, sufrió martirio en la hoguera a los 86 años de vida. La persecución fue muy dura en Lyon y Vienne (Francia), donde fueron martirizados san Potino, primer obispo de Lyon, y Blandina, un joven esclavo.
Quinta persecución, bajo Septimio Severo, alrededor del año 202: A pesar de que este emperador había sido curado por un cristiano, se volvió en contra de ellos. San Clemente de Alejandría dijo de esta persecución: «Todos los días se queman y crucifican mártires antes nuestros ojos». San Ireneo sufrió en Lyon, y santa Perpetua y santa Felicidad en Cartago.
Sexta persecución, bajo Maximino, alrededor del año 236: Por razón de muchos terremotos, que los paganos atribuían al olvido de sus dioses, se demandó otra persecución de los cristianos al grito de «¡Los cristianos a los leones!». Dos papas, Pontiano y Antero, y muchos otros, sufrieron martirio.
Séptima persecución, bajo Decio, cerca del año 250: Fue la persecución más sangrienta y sistemática hasta el momento porque quería terminar con la Iglesia matando a sus líderes, por lo que se dirigió especialmente contra los obispos y el clero. El emperador Decio la decretó con la excusa de que el cristianismo y el Imperio romano nunca podrían reconciliarse. Entre las víctimas se encuentran las vírgenes santa Águeda y santa Apolonia.
San Cipriano escribió entonces que «el emperador Decio se había vuelto tan celoso de la autoridad papal que dijo: "prefiero tener un rival en mi imperio que escuchar de la elección del sacerdote de Dios (san Cornelio) en Roma"».
Octava persecución, bajo Valeriano, cerca del año 258: En Roma, el papa Sixto II y su diácono, san Lorenzo, fueron martirizados. Cuando se le pidió los tesoros de la Iglesia, san Lorenzo reunió a los pobres y los enseñó a su perseguidor diciendo: «he aquí los tesoros de la Iglesia». San Lorenzo murió asado en una parrilla.
En Útica, África, 153 cristianos fueron arrojados a las fosas y cubiertos con cal viva.
Novena persecución, ordenada por el emperador Aureliano, y que llegó a fin prematuro a causa de la muerte violenta de éste.
Décima persecución, bajo Diocleciano, alrededor del año 303: Superó a todas las demás en violencia y crueldad. San Sebastián, tribuno de la guardia imperial, sufrió una muerte lenta al ser ejecutado con flechas. Santa Anastasia, la joven santa Inés de Roma, santa Lucía de Siracusa y muchas otras vírgenes consagradas obtuvieron el laurel del martirio. Santa Catalina, virgen noble y culta de Alejandría que reprochó al césar Majencio por su crueldad contra los cristianos y que refutó a los filósofos paganos de su corte, murió por la espada.
Las persecuciones acabaron en el año 311 mediante el Edicto dictado por el emperador Galerio por el que se permitía tolerancia al cristianismo, mediante el cual se reconoce a los cristianos libertad para practicar su religión y construir iglesias. Por su parte en el año 313 los emperadores Constantino y Licinio promulgaron el llamado Edicto de Milán por el que se daba libertad al cristianismo. Desde ese momento la Iglesia pasó a considerarse una relligio licita y recibió reconocimiento jurídico por parte del Estado.
No cesaron ahí las persecuciones, pues en diversas partes del Imperio hubo nuevas persecuciones. Entre ellas destaca la persecución organizada por el emperador oriental Juliano (361-363). Este emperador, bautizado cristiano, abjuró de su fe y persiguió a los cristianos, por lo que ha pasado a la historia como Juliano el Apóstata. Su persecución se hizo sentir sobre todo en Egipto y Asia. El obispo de Alejandría, el gran San Atanasio, debió exiliarse en esta persecución.
Puede consultar el Edicto de Milán.