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¿Una descristianización programada?

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No resulta especialmente placentero, y menos en plenas vacaciones, retomar para la reflexión y el debate el enojoso asunto de la conflictividad, larvada o patente, entre el Gobierno socialista y la Conferencia Episcopal, que ha venido fermentando a partir del 30 de diciembre de 2007, domingo de la Sagrada Familia.

En esa fiesta se concentraron en la madrileña plaza de Colón cientos de miles de familias cristianas, para tomar conciencia de sí mismas, proclamar su fe y compartir los valores comunes, en un clima fraterno y festivo; hubo allí destacadas intervenciones jerárquicas y laicales, todas ellas breves y fervientes, y algunas con severo acento crítico de la legislación familiar española, si bien con desigual intensidad de expresiones; a las que se siguió, al día siguiente, una contrariada y vehemente, por no decir alarmante, reacción del Gobierno, por boca de sus más altos portavoces y con estridente resonancia mediática en todo el país.

Llovía entonces, en verdad, sobre mojado en la rampa terminal de una legislatura, marcada por leyes tan controvertidas o desconcertantes como la equiparación de las Uniones homosexuales con el matrimonio universal hombre-mujer, el Divorcio a noventa días vista, y la manipulación genética con embriones humanos; y, en otro orden de cosas, la ley de la Memoria Histórica, sobre un pasado común y doliente, tan justificada en sus propósitos como sesgada en su aplicación, así como también la de la Educación para la Ciudadanía, recomendable en su enunciado, pero contaminada en su articulado por un agnosticismo opaco, por la ideología de género, y por la peligrosa incursión en el fuero constitucional de la familia.

Banderas en una iglesia
Banderas
en una iglesia

Por no cargar más las tintas y para equilibrar, siquiera sea parcialmente, el otro platillo de la balanza, justo es recordar aquí que, entre tanto, han venido funcionando algunas Comisiones mixtas Ministerios-Conferencia, con cierta regularidad y modestos resultados, de los que el más destacado ha sido el de la financiación de la Iglesia mediante la libre aportación de los contribuyentes con el 0,7 por ciento del IRPF. Añádase a esto, en un marco más genérico, el nombramiento afortunado de un Embajador ante la Santa Sede, bienquisto y valorado por entrambas partes.

Y, por último, que podría ser lo primero, la deferente y cálida acogida de los Reyes y el Gobierno de España a Su Santidad Benedicto XVI en su venida a Valencia para clausurar el V Congreso Mundial de las Familias (julio de 2006), quien supo granjearse la veneración y el afecto de nuestro pueblo y sus gobernantes, por su cercanía humana, su honda espiritualidad, su mensaje constructivo y su ademán conciliador.

Situados en esa longitud de onda, tenemos que volver, no obstante, a la plaza de Colón y a sus derivaciones posteriores, porque no se trata aquí de un percance episódico, con hinchados titulares de prensa, sino más bien de una importante, tozuda y dolorosa realidad, con visos de avanzar a peor.

Reducido a sus términos esenciales, lo que más desagradó, o digamos irritó, a las esferas oficiales, en las intervenciones jerárquicas en Madrid fue su descalificación ética de unas leyes sancionadas por mayoría parlamentaria, vistas, como atentatorias contra la vida humana y otros derechos fundamentales, que pueden minar las raíces mismas del sistema democrático. Pasando de las palabras a los hechos, antes y después de las elecciones generales, señalados representantes oficiales han manifestado el propósito de revisar a la baja las relaciones del Estado español con la Iglesia y adoptar medidas legislativas conducentes a la plena implantación en España de un Estado indiscutidamente laico. Así la revisión preocupante de la Ley orgánica de Libertad religiosa, más la reducción de trabas para el aborto libre, y un cauce abierto para la Eutanasia activa.

Contra esas reacciones gubernamentales se han alzado a su vez voces independientes y amplios sectores de opinión, reivindicando, desde los derechos humanos, la libertad de expresión para todos los ciudadanos, sin excluir a los obispos, como un pilar de la democracia, equiparable incluso a la propia libertad de voto; o criticando, en la arena política, la incoherencia de un Gobierno que -con la que está cayendo en la tormenta económico-social- se fija unos objetivos prioritarios no reclamados por gran parte de la ciudadanía, que pueden generar en ella unas divisiones profundas; y, finalmente, desde el prisma ético y religioso, se irrumpe en materias de enorme trascendencia moral, que fuerzan a los pastores de la Iglesia a ejercer su deber insoslayable de orientar la conciencia de sus fieles, conforme al orden natural, a los valores evangélicos y el humanismo cristiano.

Diríase, con palabras mayores y notoriamente tremendistas, que el conflicto está servido y las espadas en alto. ¿Qué quedaría, entonces, de las naturales relaciones de colaboración que prescribe nuestra Constitución para el Estado y para la Iglesia? Se está abriendo ahora, ojalá que para bien, un gran debate público sobre la laicidad del Estado en un momento en el que contamos con estudios sólidos y clarificadores del concepto y los valores de una sana laicidad, que pueden abrir puentes hacia una entente razonable entre ambas partes.

A lo que sabemos, no han faltado en los últimos meses atisbos de una voluntad negociadora, como el famoso caldito de la Nunciatura, la entrevista Zapatero-Bertone, Secretario de Estado, en la Cumbre romana de la FAO y altos contactos del Ministerio de Exteriores con el paralelo organismo vaticano. A lo que viene a sumarse, con esperanza, el encuentro del cardenal Rouco con el presidente del Gobierno, anunciado de ayer para hoy.

Me resisto a admitir que estemos en un callejón sin salida. Se nos impone, como imperativo categórico, la búsqueda compartida de razonables soluciones de futuro.

Si prevalecieran, por el contrario, apriorismos ideológicos o intolerancias obtusas, habría que suprimir con dolor los signos de interrogación de la cabecera de este artículo, aceptando sin esperanza que siga avanzando tristemente en nuestra patria una descristianización desoladora, que estoy seguro no es deliberadamente pretendida por una gran porción del electorado socialista. Algo puedo hablar de esto después de treinta años de servicio episcopal en dos Comunidades autónomas de tenaz implantación socialista.

En los dos últimos viajes apostólicos del Papa Ratzinger, de los que tan sólo han recogido, con sospechoso estrabismo, nuestros grandes medios de información, su evangélica petición de perdón por los deplorables desórdenes morales de determinados clérigos, silenciando clamorosamente, en cambio, la valoración elogiosa del Papa de la laicidad positiva de dos grandes democracias modernas: USA y Australia; quienes busquen ejemplos más cercanos, los tienen a mano en grandes países de la Unión Europea a pesar de su declive religioso, como Inglaterra, Alemania, Italia y hasta en una Francia de honda raigambre laicista, donde, que yo sepa, el rancio «problema religioso» está más que superado por una Iglesia libre dentro de un régimen democrático.

En España cabemos todos y debiera ser así con comodidad. En la búsqueda actual de un consenso para grandes causas comunes, que ojalá se afiance y perdure, ¿por qué excluir a la Iglesia del escenario social, con la sola alternativa de que renuncie a sí misma? Ninguno de nosotros ha de llevar en nada más razón de la cuenta. Plega a Dios darnos a todos un ataque de cordura.

Antonio Montero es Arzobispo emérito de Mérida-Badajoz (España)
Fuente: diario Abc, Madrid  1 de agosto de 2008

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