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La laicidad francesa y las religiones: un reto

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Es un placer para mí aceptar la invitación de Monseñor Juan-José Omella, presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social de la Conferencia de Obispos de España.

Al unirme a la apertura de este curso, que trata de la "Presencia de la Iglesia en una sociedad plural", me es particularmente agradable expresarle mis más sinceros agradecimientos y dirigir un cordial saludo a la asistencia.

Mi intervención, cuyo título es «La laicidad francesa y las religiones: un reto» tiene por objetivo presentarles un análisis actual de la laicidad francesa. Entendiendo «laicidad» como un régimen socio político concreto diferente de un «laicismo» que es un sistema filosófico cerrado a cualquier dimensión espiritual. Tras un breve recuerdo del contexto histórico, aclararé algunos datos inherentes a la situación presente para, posteriormente, realizar un intento de conclusión sobre su evolución en un ámbito nuevo, lo que me llevará a hacer referencia al debate que tenemos en Francia en este año del Centenario de la Ley de Separación de las Iglesias y del Estado que se votó el 9 de diciembre de 1905. Con motivo de este centenario, el Papa Juan Pablo II, en una carta dirigida al Presidente de nuestra Conferencia y a todos los obispos del Episcopado francés, el 11 de febrero de 2005, ha emitido un juicio sobre «este acontecimiento doloroso y traumático». Pero, también ha proclamado que el «principio de la laicidad a la que vuestro país esta muy ligado, entiéndase bien, pertenece también a la doctrina social de la Iglesia», y no ha dejado de exhortar a los católicos franceses a practicar un «diálogo sereno y respetuoso con todos», evocando incluso «el espíritu de los valores de libertad, igualdad y fraternidad a los que el pueblo de Francia está muy ligado». De paso subrayó que en 1980 en el aeropuerto de El Bourget, en París, y durante su viaje a Francia en 1996, Juan Pablo II ya había hecho referencia al lema de la República francesa.

Catedral de Lyon (Francia)Esta carta del Papa es la prueba de una profunda evolución de la Iglesia con respecto al principio de la laicidad, no sólo de la Iglesia de Francia, sino también de la Iglesia universal, como se expresa de modo parecido entre las Declaraciones pontificias de los dos siglos anteriores y las de hoy, «sobre objetos muy diferentes y en circunstancias no menos diferentes», escribía ya Pío XI en su «Carta a los obispos franceses» del 24 de enero de 1924, «Maximan Gravissimamque».

El centenario de la Ley de la separación es entonces la ocasión para nosotros, franceses, de hacer balance de un siglo de relaciones entre la Iglesia y el Estado, y para nuestra Asamblea Plenaria de los Obispos de Francia de poder expresar por medio de la Declaración del 15 de junio pasado, su concepción de la laicidad, a la vez que una invitación para que los católicos prosigan con su compromiso en la sociedad.

Llegados a este punto quisiera subrayar, brevemente, el problema crucial que constituye para toda sociedad, las condiciones de una eficaz y exigente educación de la libertad religiosa y de la presencia de la Iglesia en el mundo de este tiempo, en el espíritu del concilio Vaticano II cuyos textos como «Dignitatis humanae» y «Gaudium et spes» conservan todas sus fuerzas interrogativas e inspiradoras.

La Constitución «Gaudium et spes», indisociable de la Constitución de la Iglesia «Lumen Gentium», nos da testimonio de una Iglesia que no pretende situarse por encima de los hombres, ni al lado, quiere estar «con». La Iglesia está llamada a escudriñar los «signos de los tiempos» y a interpretarlos a la luz del Evangelio, de tal manera que de una forma adaptada a cada generación, pueda responder a las preguntas permanentes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura así como sobre las relaciones recíprocas.

Con la Declaración «Dignitatis humanae», el Concilio Vaticano II nos ayuda a especificar las relaciones entre Iglesia, Religión y Estado, recurriendo a la garantía de la libertad religiosa fundada en la dignidad de la persona humana pero también en la Revelación.

Lo que está aquí en juego, es el devenir de la sociedad, su forma de considerar la dimensión religiosa, su capacidad de acogida de la alteridad, su respeto de la libertad de creer, su ingeniosidad para desarrollar este arte de «vivir juntos» tan querido por el filósofo Paul Ricoeur. Existe un tronco común en el que creyentes y no creyentes pueden entenderse.

El devenir de la sociedad, también es el lugar de la juventud en su seno y el futuro de la Iglesia, también es la transmisión de la fe a las jóvenes generaciones. Las banderas de las naciones del mundo entero han ondeado este mes de agosto en Alemania entera, y particularmente en Colonia, como signo visible de que el Evangelio ha echado raíces en todos los Continentes a lo largo de los siglos. Hemos tenido la experiencia, en estas Jornadas Mundiales de la Juventud, de la vitalidad y de la juventud de la Iglesia que reúne a los hombres y a las mujeres de todas las culturas.

Estos jóvenes viven en contextos políticos y económicos diferentes, en una economía global. Conocemos las condiciones de vida de millares de seres humanos, las riquezas de los países desarrollados, las regiones del hambre, los dramas de las guerras civiles, del terrorismo. El éxito popular de las Jornadas Mundiales de la Juventud no es un simple epifenómeno. Los sociólogos hablan de un nuevo período de «religiosidad», hemos notado una renovación de la fe en Cristo, Verbo de Dios Encarnado, muerto y Resucitado para la Salvación del Mundo, que no hace que los jóvenes sean simples espectadores del Mundo, sino artesanos de su construcción, trabajando juntos para promover el amor en vez del odio, la paz en vez de la guerra, el desarrollo en vez de la miseria, buscando el diálogo entre las culturas, las religiones, las civilizaciones.

1. La laicidad en Francia

En el marco de una breve alusión al contexto histórico de la emergencia de la laicidad en Francia, me propongo citar tres etapas capitales de su instauración:

• Primera etapa : La Revolución francesa de 1789.

La "Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano" en su artículo 10 indica : "Nadie debe ser hostigado por sus opiniones incluso religiosas, con tal que su manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley".

• Segunda etapa : Las leyes laicas de los años 1880 de las cuales:

– en 1881, las de Jules Ferry instauran una enseñanza pública gratuita y obligatoria

– en 1881, las que suprimen el carácter religioso de los cementerios

– en 1882, las que especifican que la instrucción religiosa debe ser dada fuera de los centros y de los programas escolares

– en 1884, la que restablece el divorcio

– y las de 1903 y 1904 que restringían la libertad de las congregaciones y provocaban la salida de Francia de un número importante de religiosos y religiosas.

• Tercera etapa: La ley referente a la separación de las Iglesias y del Estado, promulgada el 9 de diciembre de 1905, fue discutida y votada en un contexto de fuertes tensiones en el país, cuando debía ser, según sus promotores, «una ley de pacificación», algo que se consiguió mucho más tarde tras unas modificaciones.

Por una parte, los anticlericales preconizaban una laicidad de combate o laicismo, por otra parte los católicos rechazaban cualquier idea de laicidad.

De una parte, los seguidores feroces de la laicidad querían hacer de la ley una máquina de descristianización y, del lado de la Iglesia católica, el Papa Pío X –no consultado– condenaba la ley, en 1906, en la encíclica «Vehementer nos» en la que denunciaba un verdadero apartheid religioso. Prohibía la constitución de asociaciones cultuales que no tuvieran en cuenta la jerarquía de la Iglesia. En efecto, tales "asociaciones para el ejercicio del culto" debían ser constituidas conforme a la ley del 1 de julio de 1901. En las asociaciones los Obispos tendrían a los laicos que las componen como subordinados. Por esto, la Iglesia habría corrido el riesgo de fragmentarse en una multitud de pequeñas estructuras independientes de cualquier autoridad religiosa.

La Ley de separación de la Iglesia y del Estado de 1905 –en el momento en que se votó– se recibió de forma dolorosa por la gran mayoría de los católicos franceses ya traumatizados.

Se llegó a una especie de paroxismo de violencia en 1906, en el momento de los "inventarios" y del rechazo por parte de la Iglesia de las asociaciones cultuales.

A partir de 1914, la guerra, la defensa del territorio y la salvaguardia de los principios republicanos de libertad, de igualdad, de fraternidad fueron considerados como los tres pilares de toda carta de los "derechos del hombre". Los contactos a diferentes niveles, el diálogo, y las dificultades políticas, económicas y sociales en el intervalo de las dos guerras, han permitido apaciguar poco a poco las tensiones y conseguir un modus vivendi.

Por otra parte, esta ley ha hecho que la Iglesia sea más evangélica, más pobre y más cercana a las personas humildes. El hecho de no estar financiada más por el Estado le ha dado una gran libertad de palabra. Ferdinand Buisson, Inspector general de la Enseñanza primaria, se explicó en estos términos: «Hemos quitado a la Iglesia todo lo que le hacía fuerte : títulos, privilegios, riqueza, honores, monopolio, pero goza de una popularidad mayor que antes». Los fieles católicos han hecho piña alrededor de su Iglesia.

El restablecimiento de las relaciones diplomáticas en 1921 ha marcado una primera etapa. Después, los acuerdos de 1923-1924 han permitido alcanzar un compromiso entre la legislación republicana y las exigencias canónicas para garantizar la libertad de la Iglesia, para organizarse según sus propios principios. Por fin, con el tiempo, una reflexión serena ha terminado por reconciliar el concepto de separación y los de autonomía y de cooperación que el concilio Vaticano II formalizó en "Gaudium et spes": "En el terreno que les es propio, la Comunidad política y la Iglesia son independientes una de otra y autónomas" (GS 76,3), esta independencia no implica por ello ausencia de relaciones y de presencia de la religión en el ámbito de las convicciones íntimas.

En sus inicios, la laicidad en Francia se ha caracterizado, por lo tanto, por una doble opción.

- Por una parte, quería ser anticlerical en la medida en que se trataba de combatir a la Iglesia católica percibida como una Institución reaccionaria, oscurantista e intolerante que ejercía sobre la vida social e individual una tutela llegando a ser insoportable para muchos.

- Por otra parte, era restrictiva porque, bajo el respeto de la libertad de conciencia y de la separación del privado y del público, pretendía limitar toda creencia religiosa a la única esfera de lo privado.

En la actualidad, la laicidad francesa, que ha evolucionado mucho en un siglo, es de nuevo objeto de un profundo debate.

Se encuentra desde ahora confrontada a la persistencia del hecho religioso, sea bajo formas tradicionalmente implantadas en Francia –cristianismo y judaísmo– o bajo formas nuevas como budismos de diversas creencias o nuevos movimientos religiosos. Además, está desde hace poco enfrentada con nuevas situaciones planteadas por la importante comunidad musulmana que se desarrolla de forma espectacular expresando sus propias reivindicaciones de expresión pública de lo religioso.

Es un fenómeno nuevo en el paisaje francés: el islam, que es la segunda religión del país debido a la importante inmigración de estos últimos años. Está ahora incontestablemente presente con sus organizaciones, su cultura y su historia. Y al no tener experiencia de la pluralidad de las religiones ni de la secularidad de las instituciones, padece algunas dificultades para encontrar su sitio en una sociedad laica a la francesa. Corre el riesgo de cerrarse en su identidad y de manifestar su especificidad con signos exteriores "ostentatorios" que pueden parecer provocaciones que no cesan de agravar la inevitable inflación mediática. De ahí, los esfuerzos del Gobierno para ayudarles a estructurarse. Por ello, se empieza a plantear la pregunta, aquí o allí, referente al plan de la laicidad del Estado.

2. La Declaración de los Obispos de Francia

Reunidos en Asamblea Plenaria del 13 al 15 de junio de 2005, nosotros, los Obispos de Francia, hemos deseado expresarnos públicamente con ocasión del centenario de la ley que establece la Separación de las Iglesias y del Estado, de 1905.

El mismo año de la conmemoración del centenario de esta ley, era importante mostrar que las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado eran posibles y tranquilas, que las negociaciones y los ajustes efectuados durante el siglo XX habían permitido establecer entre el Estado y la Iglesia una situación equilibrada que preserva, en el respeto mutuo, la autonomía de la Iglesia. La feliz solución que prevalece actualmente, con lo que implica de rechazo a la injerencia recíproca, no suscita, por ello, un mutismo frío de la Iglesia cuando se encuentra confrontada a proyectos de leyes gubernamentales o a problemas de sociedad que atentarían gravemente contra la dignidad del hombre y el respeto de sus derechos. Tales intervenciones en estos ámbitos no serían percibidas como presiones indebidas sino como propuestas de reflexión que forman parte del libre debate democrático.

En este marco, por lo tanto, hemos expresado un punto de vista positivo sobre la laicidad, queriendo así confirmar la contribución de la Iglesia católica a la vida de nuestro país.

Es decir que en un siglo, hemos pasado de situaciones extremadamente violentas, después tensas, a relaciones serenas; de forma que hoy, el Estado francés manifiesta una voluntad de armonía cordial y de contacto provechoso con los diferentes cultos, particularmente con la Iglesia católica.

De hecho, en cien años, la ley de "Separación de las Iglesias y del Estado" ha conseguido facilitar el ejercicio del culto. Se han dado muchos encuentros y negociaciones que han permitido, en definitiva, ofrecer soluciones razonables a problemas delicados.

Este es, a día de hoy, el sentido profundo de la laicidad en Francia: el Estado es neutral con respecto a las Iglesias, pero su neutralidad no significa ni ignorancia ni exclusión, sino más bien no injerencia en los asuntos de las Iglesias.

Al tener a su cargo el garantizar el ejercicio del culto, el Estado asume el diálogo y el acuerdo con las diferentes organizaciones religiosas. A lo largo de los tiempos ha sabido desarrollar una neutralidad activa y positiva en el tema religioso. La Constitución francesa garantiza en su preámbulo de 1946, y en su artículo 2 de 1958, que Francia : "asegura la igualdad ante la ley de cada ciudadano sin distinción de origen, de raza o de religión", llegando hasta precisar: "Francia respeta todas las creencias". Estas afirmaciones positivas se han traducido concretamente en hechos y medidas favorables como el hacerse cargo de las capellanías de liceos, de hospitales y de prisiones, la libertad de la instrucción religiosa tomando en cuenta la ley dictada por Debré de 1959, y el reconocimiento del carácter propio de los centros católicos.

Por otro lado, aunque la República "no dé salarios ni subvencione ningún culto" excepto en Alsacia y Mosela, donde perdura el concordato firmado en 1801 por el Papa Pío VII y el Emperador Napoleón I, la realidad más exacta es que: las instituciones públicas ponen a disposición de los fieles, para el ejercicio del culto, los edificios incautados en 1905 y aseguran su mantenimiento.

Además, el acta del 25 de diciembre de 1942 mantenida en la Liberación en 1944, dispone que el Estado y las colectividades locales pueden financiar reparaciones en los edificios abiertos al público.

Por fin, una ley de 1978 ha aprobado para el clero católico y los celebrantes musulmanes que no están afiliados al régimen general de la Seguridad Social –que no sean asalariados, a diferencia de algunos pastores y rabinos– un régimen especial de Seguridad Social que cubre los riesgos de enfermedad, de invalidez y de vejez.

Añadir que las asociaciones cultuales nacidas de la ley de 1905 pueden recibir donativos y legados y se benefician de medidas fiscales como la exoneración de la tasa fiscal y de los derechos sobre los donativos y legados, o de reducciones de impuestos para los donantes.

He evocado todas estas medidas tomadas a lo largo de decenios para mostrar la evolución de la laicidad durante este siglo en el que las relaciones Iglesia-Estado han permitido una amplia contribución de las religiones a la vida cultural, social y económica del país.

A esto, se añade el hecho de que existe, desde el año 2000, una comisión de diálogo entre el Gobierno y la Iglesia, presidida por el Primer Ministro y el Nuncio apostólico con el Presidente de nuestra Conferencia Episcopal, para resolver los problemas de la Iglesia de Francia. Como podéis ver, se trata de una situación «sui generis». Si hay que separar la Iglesia del Estado, sin embargo jamás se podrá separar la Iglesia de la Sociedad. Los problemas se solucionan sin cesar, con disposiciones reglamentarias o convenciones que constituyen un corpus de más de 1.000 páginas que hacen jurisprudencia.

3. La concepción de la laicidad

El centenario de la ley de 1905 en Francia sobre la Separación de las Iglesias y del Estado suscita entonces múltiples tomas de posición. En el debate de fondo está el concepto de laicidad.

En Francia, este concepto deriva de los principios de la no confesionalidad del Estado y de su no competencia en materia de fe religiosa y de organización interna de las comunidades religiosas.

Nadie se extrañará de que la concepción de la laicidad que hemos desarrollado en la Declaración de la Asamblea Plenaria de nuestra Conferencia Episcopal de junio de 2005, se distinga radicalmente de la posición de los que estiman que las religiones son nefastas, que hay que limitar su influencia y separarlas en un solo ámbito de convicciones individuales y de la esfera de lo privado.

Para nosotros, por el contrario, la verdadera laicidad es acogida y tolerancia.

En lo sucesivo, tenemos que admitir que el Estado reconoce la libertad legítima de las expresiones que resultan de ella, mientras el orden público no se vea perturbado. Este reconocimiento emana del carácter transcendente de la persona humana y de su libertad, que ha sido proclamado universalmente por la Carta de las Naciones unidas, firmada en San Francisco en 1945.

Implica que el Estado permita a las diferentes voces de las conciencias y por lo tanto de las instituciones religiosas que les representan, el expresarse verdaderamente en el debate público.

Hoy en día, de la misma manera que son necesarios valores comunes para unir nuestra nación como comunidad de destino, igualmente, es normal que los católicos aporten a su patria las contribuciones de su fe y de su sentido del hombre.

Nadie pondrá en duda que en Francia como en Italia, España y en cualquier lugar, la Iglesia católica ha contribuido ampliamente a lo largo de los siglos a dar forma, con otros, a la cultura de nuestros países, a fundar los valores que han sido la base de su bien común.

Actualmente, en nuestras sociedades multiculturales, quiere seguir participando en la promoción de un "vivir juntos" que sea respetuoso con cada persona y que favorezca la apertura a los demás antes que el encerrarse en sí misma.

4. La palabra pública de la Iglesia

Este reto de la Iglesia de promover en nuestra sociedad un "vivir juntos", pasa por ofrecer una palabra pública y una acción sobre el terreno en favor de la paz, de la justicia y de la solidaridad, con el fin de favorecer una sana comprensión de la libertad en un conjunto nacional compuesto de comunidades humanas y religiosas diferentes y contrastadas. Naturalmente, hay que comentar que la primera comunidad es la familia, que está tan a debate hoy en día.

¿La Iglesia católica consigue hacerse entender en los temas de la sociedad?

Muy a menudo, nos hacemos esta pregunta. Nos la plantean frecuentemente...

Me temo que la Iglesia es demasiadas veces más escuchada que entendida, incluso si su opinión es esperada.

Algunos estiman que la Iglesia no debería expresarse con relación a ciertos temas. Otros –cuando no habla– le reprochan su silencio.

Cierto es que en la mentalidad actual, la palabra de la Iglesia católica es más esperada o solicitada en cuanto a problemas económicos, sociales y en cuanto a cuestiones internacionales de paz, de justicia o de defensa de los derechos del hombre.

Lo es menos en cuestiones de moral personal, como la sexualidad, la vida de pareja, la interrupción voluntaria de embarazo y otras más.

Sin embargo, la Iglesia no tiene por qué callarse en estos temas. Cuando toma la palabra en cuestiones como el PACS (Pacto Civil de la Solidaridad) o la unión civil de los homosexuales, quiere dar una luz sobre lo que está en juego, haciendo valer un punto de vista que puede acercarse a la conciencia tanto de creyentes como la de no creyentes.

En el seno de la Conferencia Episcopal de Francia pensamos que los valores que nos inspira la fe, especialmente: la igualdad del hombre y de la mujer, el carácter estructurado de la diversidad, la dignidad de la persona humana desde la concepción hasta la muerte natural, pueden contribuir a la reflexión que ayude a la adopción de las leyes cuyo objetivo sea el Bien común.

Cuando sentimos que los fundamentos de nuestras sociedades están en tela de juicio, expresamos nuestro desacuerdo.

Ahora bien, la Iglesia católica debe velar siempre por cuidar su comunicación, por explicar las razones de sus posiciones y no dar una impresión de autoritarismo. No debería olvidar que es portador de una visión global del hombre. Por ello no deja de aportar una contribución significativa en el ámbito de la educación en el que su amplia experiencia histórica puede servir, particularmente con la enseñanza del hecho religioso.

Asimismo, al dialogar con los artistas, contribuya a favor de una cultura que transmita razones de vivir.

Por fin, cuando se compromete sin reserva en el ámbito de la salud, donde lo que está en juego, en nuestra época, es determinante para el futuro.

En todo caso, fiel a su misión, la Iglesia católica se dedica, respetando las conciencias, a proponer la fe, a favorecer el encuentro con Cristo.

Al no ser ya religión de Estado como lo fue en Francia durante siglos, no tiene por objetivo imponerla a las instituciones públicas. Su única preocupación desde ahora es participar en el debate público y aportar la luz y las exigencias del Evangelio, y asumir, en toda circunstancia, la defensa de la persona humana.

Así es como en su Carta a los católicos de Francia de 1996, nuestra Conferencia Episcopal ha declarado lo siguiente: "Por nuestra parte, en nombre de nuestros ciudadanos y de nuestra fe, queremos contribuir a la vida de nuestra sociedad y mostrar activamente que el Evangelio de Cristo está al servicio de la libertad de todos los hijos de Dios".

5. La libertad religiosa

Al tratarse específicamente de la libertad religiosa, las terribles experiencias del siglo XX –empezando por la indecible tragedia de la Shoah– han hecho medir a las generaciones contemporáneas el carácter precioso y frágil de la libertad y la necesidad de traducir, en textos que obliguen, los derechos fundamentales de cada persona humana.

La libertad religiosa, como derecho de expresarse, libremente y públicamente, acto de fe personal en una trascendencia divina, sobrepasa la libertad de conciencia o la libertad de opinión. Ella es parte integrante pero a la vez más alta y profunda porque une el hombre a Dios, entidad trascendente y sagrada que ningún poder humano puede someter.

La libertad religiosa es un derecho inherente a la naturaleza humana que el Estado tiene el deber de reconocer porque es anterior y superior a él.

Un Estado de derecho no se podría contentar con ejercer, respecto a la libertad religiosa, una simple tolerancia. Es responsabilidad suya defenderla, preservarla, promoverla.

Si hay un debate sobre la libertad religiosa, no se trata tanto sobre la necesidad de respetarla sino de favorecer su desarrollo. Es decir que le incumbe al Estado, encontrar soluciones y fijar con todas las confesiones religiosas, las modalidades de estas circunstancias, las soluciones y posibilidades que contribuyan claramente al bien común y que no son consideradas como privilegios, sino como derechos democráticos.

El Estado no ignora el provecho que saca, por ejemplo, de las inmensas contribuciones de las religiones en las obras de enseñanza, de educación y de beneficencia expresadas en una multitud de acciones caritativas de reparto y humanitarias de desarrollo. Podemos, sin duda alguna, establecer un análisis de las múltiples contribuciones que las religiones – y especialmente la Iglesia católica, aportan para ayudar la comunidad nacional y a los países del Tercer y Cuarto mundos.

Siempre, el ámbito social ha sido un sector de acción natural de las religiones, pero, en las últimas décadas, muchos más ámbitos de cooperación han aparecido, incluso en el espacio político, por ejemplo en 1989 unos religiosos han sido acreditados por el Gobierno francés para participar en las negociaciones de Nueva Caledonia.

6. La enseñanza del hecho religioso en la escuela

Frecuentemente se trata del hecho religioso y de la perspectiva de su enseñanza en la escuela, perspectiva apoyada en Francia por el Informe al Gobierno del Sr. Régis Debray, de febrero de 2002. Preconiza el paso de una laicidad de incompetencia a una laicidad de inteligencia. Formula a propósito de su enseñanza en la escuela unas recomendaciones sobre los programas escolares, la formación de los profesores y los enfoques pedagógicos, diferenciando la catequesis y la cultura religiosa. La primera tiene como destinatarios a los creyentes en su inicio o en crecimiento espiritual. La segunda apunta únicamente a una aprensión del mundo cercano y de esa manera a una comprensión neutral del hecho religioso.

Sí conviene establecer una distinción entre las ciencias de las religiones, que difunden los conocimientos relativos al hecho religioso, y la teología, que fija la doctrina correspondiente al hecho religioso. Lo que está en juego en la enseñanza del hecho religioso, tal y como está enfocado en Francia, podría cubrir los tres aspectos siguientes:

• En primer lugar, existe un interés por conocer las religiones que han formado al Occidente, con el fin de poder acceder al patrimonio y a la cultura de hoy en día que está profundamente marcada por la aportación de las religiones y del cristianismo en particular. Se trata en gran parte de nuestra identidad cultural actual.

¿Qué sería de los pueblos si perdieran la memoria?

• Después, es necesario conocer las religiones que están presentes en el territorio nacional para contribuir a reforzar el vínculo social. No hay nada peor que la ignorancia del otro, de su cultura, de su religión, para generar el miedo, el rechazo y algunas veces el conflicto. En la estructura social de Francia de hoy en día, no es posible ignorar los datos elementales referentes al cristianismo, el judaísmo, el islam.

• Por fin, abordar la cuestión de religiones en una enseñanza apropiada contribuirá también a la pregunta del sentido de vivir juntos. Cierto es que las religiones no tienen el monopolio del sentido, pero no se quedan sin aportar contribuciones notables en este ámbito. Entonces es razonable pensar que se hace un favor precioso a las generaciones presentes y futuras al no callar que es posible dar un sentido a su vida, y que, para hacerlo, la experiencia religiosa es un camino practicable.

En conclusión

«La laicidad francesa y las religiones : un reto».

¿En definitiva, qué quiere decir?

Reflexionar sobre esta pregunta es una forma de estar en línea con el llamamiento del concilio Vaticano II que nos invita a «escudriñar los signos de los tiempos y de interpretarlos a la luz del Evangelio para responder, de manera adaptada a cada generación, a las cuestiones eternas de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre sus relaciones recíprocas» (Gaudium et Spes n°4).

Las religiones, hoy en día, copan todos los medios de comunicación. Lo acabamos de vivir con la muerte del Papa Juan Pablo II y la elección de su sucesor Benedicto XVI, así como en las recientes Jornadas Mundiales de la Juventud de Colonia. La Iglesia católica ha aparecido entonces como lo que es realmente: católica, es decir universal, abierta a todos los pueblos, gracias al amor infinito de Dios manifestado en Jesucristo a nuestra humanidad.

De ahí resultan para nosotros, miembros de la Iglesia católica, responsabilidades particulares, de las cuales dos me parecen capitales. Pienso especialmente en dos responsabilidades inseparables:

- nuestra primera responsabilidad de católicos, en una sociedad plural, compuesta por ciudadanos cuyas culturas y convicciones son tan diversas, nos impone ser abiertos a las preguntas comunes que emanan de las finalidades de nuestra vida en común.

• ¿Qué queremos realmente para nuestra sociedad?

• ¿Por qué y cómo luchar en contra de todo lo que amenaza deshumanizarla?

• ¿En nombre de qué afirmar y defender la dignidad de todo ser humano?

- nuestra segunda responsabilidad implica que, cuanto más participamos en estas reflexiones comunes, más tenemos el deber de ser, en nuestra sociedad, hombres y mujeres que dan cuenta de su fe. Esto implica:

• trabajar en la rectitud de la actitud cristiana, actitud únicamente basada en el Evangelio

• vivir la Iglesia en los lugares de encuentro y de diálogo, abriendo espacios donde se comparta la búsqueda de humanidad

• interpretar la fe cristiana hoy, preocuparnos por expresar la fe que recibimos de la Iglesia con palabras de vida que recibimos de los demás.

El tesoro del Evangelio, lo llevamos como lo indica el apóstol Pablo «en unas vasijas de barro para que esta fuerza tan extraordinaria sea de Dios y no nuestra» (2 Co 4,7).

En el mundo actual, mundializado o globalizado, se mezclan una secularización y una desregulación religiosa que nos obligan a desarrollar la creatividad.

Todos debemos trabajar, para poder llevar a cabo las bases de la vida cristiana que respondan hoy a la misión que hemos recibido tanto los hombres como las mujeres, los jóvenes y los más mayores.

En la sociedad plural francesa en régimen de laicidad, los fundamentos no pueden venir del poder público – Estado, Región, Municipio– sino de la única vitalidad de los componentes de la Iglesia, es decir de la vitalidad espiritual de los católicos, en otros términos, de su relación con Dios, Padre, Hijo, Espíritu, lo que es el corazón de nuestra misión.

En los demás países, en régimen concordatario o no, las disposiciones jurídicas ofrecidas por el poder público no son más que casillas a rellenar. La vitalidad de la Iglesia se encuentra también en la vitalidad de sus componentes, es decir de sus católicos, cada uno en función de su propia responsabilidad. Este es el reto común para todos nosotros.

En esta condición cristiana, vemos la urgencia y la exigencia de la misión expresada por Charles Péguy en estas palabras: «Depende de nosotros el que la esperanza se haga presente en este mundo».

Monseñor André Lacrampe es arzobispo de Besançon (Francia)
Conferencia pronunciada el 12 de septiembre de 2005 en el marco del XIV Curso de Doctrina Social de la Iglesia
organizado por la Conferencia Episcopal Española

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