El catolicismo no es una doctrina política ni se identifica con forma alguna de gobierno, aunque exige que este respete siempre algunos principios: si no lo hace, se convierte en tiránico y, por tanto, en rechazable.
Algo de ello percibimos en la célebre cencíclica Mit brennender Sorge,de Pío XI, sobre el régimen nazi:
El hombre como persona tiene derechos recibidos de Dios que han de ser protegidos contra cualquier atentado de la comunidad que pretendiese negarlos, abolirlos o impedir su ejercicio.
El papa defendía "las normas eternas de una moral objetiva" frente a imitaciones del paganismo, que las abolía "en un atentado criminal contra el porvenir de un pueblo, cuyos tristes frutos serán muy amargos". Y añadía:
Estos necios que presumen separar la moral de la religión constituyen hoy legión. No se percatan de que desterrar de las escuelas y de la educación la enseñanza confesional, impidiéndole contribuir a la formación de la sociedad, es caminar hacia el embrutecimiento y la decadencia moral.
Un liberal puede creer o no en la existencia de "normas eternas de una moral objetiva" –aunque prescindir de ese concepto puede llevar a un relativismo que fácilmente deriva hacia la arbitrariedad o la tiranía–. Pero estará de acuerdo en que el poder, en nombre de la comunidad, no puede eliminar los derechos personales. En cuanto a la enseñanza confesional, la respetará en principio, haciéndola depender de la voluntad de los padres. Es posible, por tanto, el acuerdo político entre el liberalismo y la Iglesia, y creo que las etapas en que ese acuerdo se ha producido han sido también las más fructíferas de la historia reciente del país.
El liberalismo llegó a España asociado a la invasión napoleónica. Los invasores traían consigo una ideología racionalizadora, en parte liberal, de derechos humanos, procedente de la Revolución Francesa, ideología atemperada después de los genocidios y el terror revolucionarios. Sin embargo, la invasión no solo pretendía apropiarse para Francia de varias regiones españolas, sino que resultó extraordinariamente feroz y destructiva, ultrajó con brutalidad a la religión casi unánime del país y cometió otras innumerables tropelías. El rechazo popular a Napoleón y los suyos vino acompañado inevitablemente de la aversión a aquella ideología, considerada una despótica imposición extranjera, y de un ardiente deseo de recuperar la normalidad del absolutismo monárquico, añorado por comparación con los desastres de la reciente guerra. Esa aversión llegó a extenderse en muchos medios a otra manifestación del liberalismo, la de la Constitución de Cádiz, que en cambio trataba de entroncar con los pensadores clásicos españoles. Paradójicamente, el absolutismo o despotismo ilustrado era también una doctrina importada de Francia, harto diferente de la tradición más propiamente hispana del Siglo de Oro, la cual tenía muchos puntos en común con lo que posteriormente se llamaría liberalismo, tanto en el enfoque de la política como de la economía.
La reacción absolutista y ultracatólica resulta bastante comprensible, dadas las circunstancias, pero no por ello dejaba de ser una reacción ciega y difícilmente cristiana, pues, contra la doctrina de Jesús (y de Suárez, por ejemplo), trataba de identificar la religión con una determinada forma de gobierno y, contra los pensadores del Siglo de Oro, admitía la forma de tiranía implícita en el absolutismo. Por lo demás, Fernando VII respondía muy bien a esa concepción tiránica, y sus medidas iniciales no hicieron sino exacerbar los antagonismos. Aunque no fuera sólo suya la culpa: cuando entran en España los Cien Mil Hijos de San Luis, muchos de ellos voluntarios españoles, no hay resistencia popular como cuando la invasión napoleónica, debido a que la llegada de aquellas tropas no fue vista como una invasión y a que la gente estaba harta del desorden del Trienio Liberal, causado en gran medida por las disensiones y rivalidades entre los propios liberales, o quienes así se denominaban. De este modo contradictorio y desafortunado comenzó en España el liberalismo.
La hostilidad entre liberales y absolutistas dio lugar a la I Guerra Carlista, que terminó con un decisivo triunfo liberal, y a partir de entonces la inestabilidad del país provino de las pugnas entre las facciones liberales moderada y exaltada, que fueron cambiando de nombre. Fue una época de pronunciamientos y asonadas, con algunos períodos más calmos, hasta culminar en el despeñadero de la I República, mientras, a pesar de la introducción de algunas formas industriales y financieras modernas, la renta per cápita permaneció sin apenas avances, en tanto los países más dinámicos de Europa Occidental crecían a fuerte ritmo. Una situación que cabe definir como de estancamiento convulso, que solo se superaría, en parte, con la Restauración.
Aunque el absolutismo carlista fuera vencido y quedara sólo como un malestar social difuso y un par de contiendas menores, los liberales se enfrentaban al problema de que España seguía siendo un país profundamente católico y receloso del liberalismo, por las razones dichas, y ante ese hecho sólo cabían dos posturas: o reconocer la realidad y acomodarse a ella, buscando el entendimiento en una evolución lenta, o tratar de aplastar la estructura eclesiástica de un modo u otro, incluso, a ser posible, del modo como hizo en el país vecino la Revolución Francesa, considerada un modelo por los exaltados. Al resultar imposible lo último, nacería de ahí la larguísima lamentación sobre la ausencia de la revolución burguesa en España, y la ambición de llevarla alguna vez a cabo al estilo revolucionario francés.
Este tópico ha repercutido con gran fuerza en las convulsiones españolas de los siglos XIX y XX. El obstáculo principal a esa supuesta revolución burguesa habría sido la Iglesia, y acabar con ella ha sido el único objetivo en que han coincidido los marxistas, los anarquistas y los republicanos, quienes, aparte de ese punto en común, se han llevado literalmente a matar. El fruto más conocido de tal idea fue la oleada de incendios y asesinatos, a menudo con sadismo escalofriante, durante la mayor persecución religiosa que haya sufrido el cristianismo desde los tiempos de Roma. También cabe resaltar como una de las mayores carencias de esos sectores la ausencia de un pensamiento de algún calado. No hay en España un solo pensador relevante en las teorías marxista, republicana, anarquista o atea, y ello ya indica mucho.
Por el contrario, la postura liberal moderada o liberal conservadora admitía, como quedó dicho, la realidad religiosa y las tradiciones españolas (en general, sus políticos eran también católicos), en un ejercicio de posibilismo que dio los mejores frutos en la Restauración. El historiador Antonio Martínez Mansilla ha llamado a esta política, y a la propia Restauración, "el estado liberal-católico", pues fue efectivamente un régimen de libertades y de respeto básico a la Iglesia, que a su vez moderó y en parte disolvió el integrismo religioso. Tratándose de un régimen evolutivo, por su propia dinámica tendía a la democracia, pero sufrió el radical hostigamiento de los elementos utópicos y de tendencia totalitaria, los cuales finalmente acabaron con él, originando primero una dictadura muy suave para mantener el orden social, que quebró pronto en una república convulsa y en la guerra civil, causada precisamente por las corrientes extremistas que habían hundido la Restauración.
Hoy, el poder ha recaído en una nueva etapa de hostilidad y provocaciones a la Iglesia, acompañada, y no por casualidad, de otros fenómenos preocupantes, típicamente involucionistas y antidemocráticos, promoción del islam, etc. Lo cual, a la vista de la experiencia histórica, marca el camino a un nuevo despeñadero, del que quizá estemos aún a tiempo de apartarnos.