Esta frase, pronunciada por el Señor hace dos mil años en una discusión con fariseos en el Templo de Jerusalén (cf. Lc 20, 20-26), tenía tanta potencialidad en su sencillez que estaba llamada a cambiar las relaciones entre la religión y el poder civil para siempre. Y la doctrina que se desprende de tan pocas palabras era tan innovadora, que podemos decir que aun hoy día es mal comprendida, incluso en lugares de larga tradición cristiana.
Recientemente la prestigiosa revista italiana La Civiltà Cattolica publicó un polémico artículo acerca de la relación entre el poder político y la religión («Fundamentalismo evangélico e integrismo católico en los Estados Unidos: un ecumenismo sorprendente», por Antonio Spadaro S.I. y Marcelo Figueroa), que critica la tendencia de ciertas comunidades religiosas de pretender que se transformen en leyes civiles ciertos postulados. Sus autores llegan a la conclusión de que son fundamentalistas quienes intentan cambiar la legislación civil en cuestiones como el aborto o el matrimonio del mismo sexo: ecumenismo fundamentalista lo llama, porque constata que coinciden en ese objetivo personas procedentes de ambientes religiosos muy diversos.
Parece claro que las relaciones entre la religión y la política interesa a la opinión pública, porque son muchas las respuestas que se han producido en todos los ámbitos, generando un interesante debate en muchos medios sobre el papel de la Iglesia, la laicidad y el laicismo, la libertad religiosa, etc.
Pienso sin embargo que en el fondo de la cuestión hay una visión del papel de la religión en la sociedad, que no tiene muchas veces en cuenta la frase que pronunció el Señor y que encabeza este artículo.
En efecto, los cristianos estamos llamados a colaborar en la construcción de la sociedad igual que los demás ciudadanos. Por ello intentamos aportar lo mejor que tenemos y queremos cambiar aquello que pensamos que puede hacerse de una manera más conveniente. Si pretendiéramos imponer un precepto religioso en la sociedad, nos encontraríamos ante un fundamentalismo intolerable. Pero si -fruto de nuestro análisis racional- llegamos a la conclusión de que se deben derogar las leyes permisivas del aborto o las que definen el matrimonio como la unión entre dos personas del mismo sexo, ¿dónde está el fundamentalismo? ¿No será, más bien, un ataque a la igualdad de los ciudadanos prohibir que un ciudadano proponga mejoras en las leyes, por el hecho de que es creyente?
Es cierto que los Obispos católicos (y muchos pastores protestantes) han alentado a sus fieles a influir en la sociedad, dando indicaciones sobre esas leyes u otras semejantes, lo cual es considerado un ataque a la laicidad por otras personas. ¿Pero acaso la laicidad lleva a prohibir que los Obispos u otros líderes religiosos se pronuncien en ciertas cuestiones? Nos encontramos así ante una burda discriminación, la de prohibir a algunos ciudadanos hablar de asuntos de debate público, por el hecho de que esos ciudadanos usan mitra y báculo.
Cuando el Señor indicó a sus discípulos que diéramos al César lo que es del César, también estaba presente el deber de mejorar la sociedad en la que Él nos ha colocado. Haremos bien en proponer aquellas reformas que nos parezcan más adecuadas.