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La persecución religiosa en España

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Como es sabido, durante la guerra civil española se produjo una de las mayores persecuciones religiosas de todos los tiempos, marcada por muy numerosos actos de vesania y de crueldad extrema con fines explícitos de exterminio del clero y de los fieles más militantes, abarcando la matanza incluso a gente por el mero delito de ir a misa. Hubo además un programa deliberado de erradicación de cuanto recordase la religión cristiana: incendio de iglesias y monasterios, destrucción de las cruces y lápidas con signos religiosos en los cementerios, destrozo o robo de objetos valiosos de culto, de bibliotecas valiosísimas, etc. Dada la enorme acumulación de cultura y arte debida a la Iglesia, la persecución causó daños invalorables al patrimonio histórico, artístico y bibliográfico de la nación.

Esta persecución no irrumpió como un rayo en un cielo sin nubes. Al contrario, fue preparada por un hostigamiento permanente desde el siglo XIX, que alcanzó su máxima intensidad durante la II República. La acción anticristiana comenzó, apenas llegado el nuevo régimen, con la célebre quema de conventos, bibliotecas, obras de arte y centros de enseñanza, protegida por la inhibición de la fuerza pública. Pero lo más grave no fueron los delitos mismos, con ser gravísimos, sino la autoidentificación casi unánime de las izquierdas con los delincuentes, a quienes otorgaron el título de «el pueblo». Y como el pueblo es soberano, los delincuentes se convertían así en soberanos de la nueva situación. No creo exagerar en lo más mínimo, pues tal identificación constituye el prólogo de actos todavía peores. Luego las izquierdas rompieron las normas democráticas que decían representar, con una Constitución no laica sino anticatólica, la cual reducía a los clérigos a ciudadanos de segunda y permitía usar el poder, ilegítimamente, para asfixiar a la Iglesia, vulnerando de paso las libertades políticas.

Los años siguientes, sobre todo con ocasión de la insurrección de octubre de 1934 - verdadero comienzo de la guerra civil- y el triunfo del Frente Popular en febrero del 36, volvieron los incendios de templos y comenzó la matanza de clérigos, más de treinta en Asturias; y episodios significativos como el de los caramelos envenenados, cuando algunos agitadores soliviantaron a las masas con el cuento de que las monjas distribuían tales caramelos a los niños, provocando así un motín con algún muerto y heridos. La propaganda anticatólica cobró mayor virulencia. Es decir, la sangrienta persecución lanzada al reanudarse la guerra civil en julio de 1936 solo culminó una preparación de años. Poco después de la victoria del Frente Popular, el periódico satírico La traca publicó esta encuesta: «¿Qué haría usted con la gente de sotana?». Vale la pena citarla como botón de muestra, pues incluye 345 respuestas del siguiente tenor: «Cocerlos como se cuecen los capachos; los prensaba y luego el jugo que soltaran lo quemaba, y con las cenizas y pólvora cañoneaba el palacio del Papa». «Pelarlos, cocerlos, ponerlos en latas de conserva y mandarlos como alimento a las tropas italianas fascistas de Abisinia». «Darles una buena paliza de quinientos palos a la salida del sol de cada día».

«Lo que se hace con las uvas: a los buenos colgarlos, y a los malos pisotearlos hasta que no les quedara una gota de sangre». «Castrarlos, hacerles tirar de un carretón, hacerlos en salsa y darlos a comer a Gil Robles y al ex ministro Salmón». «Hacerles sufrir pasión y muerte, como Cristo, a ver si, como dignos representantes suyos, lo sufrían con aquella resignación del Nazareno. Si le imitaban en todo, entonces, después de muertos, sería cuando creería en ellos». «¡Pobrecitos curas! Es tanto lo que les quiero, que uno a uno los haría colgar de la torre de mi pueblo para que no hicieran más crímenes, que bastantes han hecho ¡Canallas!». «Ponerlos en los cables de luz eléctrica, rociarlos con gasolina, pegarles fuego y después hacer morcillas de ellos para alimento de las bestias». «Castrarlos. Molerlos. Hervirlos. Hacerlos zurrapas. Echarlos a la estercolera».

Y así sucesivamente. Las respuestas venían de todo el país, con sus correspondientes firmas, lo que revela dos cosas: el profundo «envenenamiento de la conciencia de los trabajadores», denunciado por el socialista Besteiro, y la sensación de impunidad que se iba adueñando de aquella gente. De ningún modo se trataba de desahogos grotescos y bravucones, pues actos muy similares se pondrían en práctica pocos meses después. Aquella propaganda incesante creó el ambiente para la gran matanza.

El anticatolicismo, no simple anticlericalismo, era el rasgo más propio de las izquierdas y los separatistas catalanes, su cemento de unión por encima de tantas rivalidades como los separaban hasta llevarlos a verdaderas guerras civiles entre ellos. No toda la izquierda, claro está, odiaba a la Iglesia con el mismo grado de intolerancia, pero incluso la más moderada veía con simpatía o indiferencia aquellas conductas y, en el mejor de los casos, se contentaba con abstenerse. Los más tradicionales comecuras eran las izquierdas republicanas, la Esquerra catalana y los anarquistas, mientras que socialistas y comunistas sostenían conceptos algo más pragmáticos que, desde luego, no excluyeron, llegado el momento, su participación de primera fila de la persecución.

 

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Este hostigamiento brutal, antidemocrático y sistemático, inclinó al grueso de la Iglesia al bando nacional, que salió en su defensa, frente al revolucionario empeñado en exterminarla. No fue, con todo, una postura unánime. Algunos sacerdotes izquierdistas y bastantes otros separatistas vascos y catalanes trataron de disimular la masacre o justificarla con diversos argumentos y, en esa medida, contribuyeron a ella.

Me extenderé un momento sobre estos últimos: en Cataluña se dio el caso curioso de que la Esquerra, pese a su intenso jacobinismo, hiciera lo posible por salvar a los curas nacionalistas. Un informe al cardenal Gomá, guardado en su archivo y recientemente publicado por José Andrés-Gallego y A. M. Pazos, dice: «Ha llamado poderosamente la atención el hecho de que los sacerdotes militantes del catalanismo hayan salido todos indemnes, mientras sucumbían a centenares sus hermanos». Cabe dudar de que todos los nacionalistas salieran indemnes, pero hubo una operación política para favorecerlos, excluyendo a los curas catalanes no nacionalistas. El propio Vidal i Barraquer pudo librarse, dejando abandonado, al parecer por un malentendido, a su obispo auxiliar, Manuel Borrás, asesinado poco después. El nacionalismo de Vidal, comenta Azaña, «llega a extremos chistosos. No ve con malos ojos la disolución de los jesuitas, pero estima que ha podido hacerse una excepción con los jesuitas de Cataluña, que son de otra manera, y, por supuesto, mejores».

La solidaridad de los clérigos nacionalistas con los martirizados fue escasa, si acaso existió. Madariaga cita a una de sus «lumbreras», como lo llama, acaso el mismo Vidal i Barraquer: «Los revolucionarios han destruido las iglesias, pero el clero había destruido primero a la Iglesia». No se entiende cómo pudo ocurrir aquello. Los revolucionarios no solo destruyeron iglesias, sino que masacraron a los sacerdotes. ¿Por qué tenían que hacerlo si los sacerdotes habían servido tan bien a sus designios de arrasar la Iglesia? ¿No debieran haber premiado y felicitado, más bien, a aquel clero tan conveniente para ellos? Al final de estas retorcidas justificaciones queda, de un modo oscuro y contradictorio, la vieja pretensión de presentar a las víctimas como culpables. Posturas que seguimos viendo hoy en el fraile ideólogo Hilari Raguer, por ejemplo.

O en el clero nacionalista vasco. Buena parte de él se sentía estrechamente ligado al PNV, en el cual veía un defensor de la religiosidad de los vascos, considerados una especie de nuevo «pueblo elegido». Quien quizá expresó mejor su insolidaridad radical fue el muy católico Irujo, ministro de Justicia en el Frente Popular, con una propuesta de decreto encaminada a mejorar la imagen de las izquierdas en el extranjero: «La pasión popular, confundiendo la significación de la Iglesia con la conducta de muchos de sus prosélitos, [hizo] imposible en estos últimos tiempos el ejercicio normal del derecho de libertad de conciencia y práctica del culto». La matanza y destrucción sistemáticas quedaban reducidas, para ventaja de la propaganda de los perseguidores, a la simple eliminación del derecho al culto, atribuido, además, a una «confusión popular». Las víctimas, por su «conducta», habían merecido de algún modo el castigo.

Al revés que los nacionalistas de álava y Navarra, los de Guipúzcoa y Vizcaya, creyendo en la victoria de los revolucionarios, optaron por éstos a cambio de un estatuto de autonomía, que se proponían conculcar aprovechando las circunstancias. Cuando los navarros ocuparon Guipúzcoa, la autoridad militar fusiló a 12 ó 14 sacerdotes nacionalistas por sus actividades políticas. El PNV y el clero adicto hicieron grandes protestas en la prensa extranjera y en el Vaticano, apoyándose en sectores «progresistas», especialmente franceses, pese al carácter tradicionalmente muy reaccionario y antiliberal del nacionalismo vasco. Franco cortó los fusilamientos, pero el clero peneuvista persistió en su campaña para negarle el carácter de defensor de la Iglesia. En realidad, el clero separatista se desentendió de la suerte de los sacerdotes perseguidos, justificando de diversos modos su matanza.

El proyecto de decreto de Irujo señalaba, además: «Una parte de la Iglesia católica, concretamente la de Euzkadi, ha sabido en todo momento cumplir su misión religiosa con el máximo respeto al Poder civil (…) Por eso no ha sufrido el más leve roce con sus intereses». Estas frases eran tan falsas como la anterior. En la zona bajo autoridad del PNV habían sido asesinados nada menos que 55 sacerdotes que, por ser ajenos al separatismo, no merecieron atención reivindicativa ni protesta del clero ni de los políticos sabinianos, tan clamorosos por los fusilados en Guipúzcoa. Otros muchos religiosos vascos fueron masacrados en el resto del país ante la misma fundamental indiferencia de los clérigos nacionalistas.

Desde luego, Irujo hizo aquí y allá algunas gestiones en favor de los perseguidos y algunas denuncias ocasionales. Por ellas ha recibido un reconocimiento algo excesivo, si las comparamos con su política básica de ocultación de la verdad, de connivencia con los perseguidores desde el gobierno, y de apoyo a la propaganda revolucionaria, todo ello sin protesta alguna de los religiosos peneuvistas, que yo sepa. Pues esta connivencia de hecho constituía la contrapartida de las vulneraciones del estatuto por el PNV, como exponía el lendacari Aguirre ante las protestas de las autoridades izquierdistas: «Euzkadi sirvió con su ejemplo de único argumento en el exterior, invocado tantas veces en la Sociedad de Naciones y por numerosos políticos, incluso comunistas, como la señora Ibárruri en sus mítines de propaganda exterior». Los servicios prestados por el PNV y su clero al Frente Popular fueron muy estimables, pero las izquierdas creían excesivo el pago que por ellos se tomaban los sabinianos. Estos precedentes, creo, ayudan a entender sucesos más recientes.

 

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La persecución, tan apasionada y sistemática, no respondía al odio político, pues la inmensa mayoría de las víctimas no pertenecía a partidos más o menos fascistas, de los que las izquierdas pudieran temer agresiones. Su utilidad desde el punto de vista bélico fue nula, y políticamente perjudicó en extremo a sus autores, al dejar en evidencia sus pretensiones de libertad, humanitarismo y cultura, y alimentó la desgana de Gran Bretaña, Usa y Francia por ayudar al Frente Popular, pese a los clamores "republicanos" y "democráticos" de éste. Esa aparente irracionalidad, unida a una crueldad tan extrema, ha obligado a buscar explicaciones al fenómeno, que a menudo han derivado a críticas a la Iglesia perseguida, y no tanto a sus perseguidores.

Entre ellas apenas trataré el bulo de que las iglesias y conventos servían de polvorines o de fortalezas desde donde curas y frailes disparaban contra "el pueblo". El evidente infundio continúa una larga tradición, iniciada en la primera mitad del siglo XIX, cuando los frailes fueron acusados de envenenar las fuentes públicas. Erraríamos al atribuir tales patrañas, por su tosquedad, a mentes incultas "del pueblo", pues, por extraño que suene, han sido divulgadas y más o menos creídas por intelectuales. Con ocasión de la magna pira de conventos, bibliotecas y escuelas a comienzos de la república, Rivas Cherif cuenta una frívola charla entre él y Azaña, en la que éste, "si se le argüía aduciendo la matanza de frailes del 34 del siglo pasado so pretexto de haber envenenado las aguas, decía que él no lo creía así; pero que si el pueblo lo aseguraba, era desde ese momento una verdad histórica irrebatible". En realidad, los bulos partían de círculos relativamente cultos y politizados, que los utilizaban para incitar a masas sugestionables, por lo común del lumpen. No se trata, pues, de una explicación, sino de una parte de la persecución misma.

Madariaga hace una acusación en la línea de la «lumbrera» por él aludida: en la Iglesia predominaría un estilo rutinario, hipócrita y hueco, sin apenas contenido espiritual, y un nivel cultural muy bajo. Pero el mismo autor se contradice, al menos en parte, al observar cómo las provincias de mayor cultura popular, donde el analfabetismo estaba erradicado, eran las muy clericales de Santander y, especialmente, álava, «la provincia más devota de toda España». No obstante, insiste: «Que la Iglesia española, un tiempo gloriosa y liberal, que con Vitoria y Suárez fundara el derecho internacional, y con Mariana definiera al príncipe democrático, viniese a degenerar hasta producir los curas guerrilleros y las monjitas místicas (...) La Iglesia española fue grande mientras se nutrió de la cultura de las grandes universidades del siglo XVI». Pero ese hecho, aun en el caso de que fuese cierto, de ningún modo podría justificar la persecución. Además, aunque la Iglesia española tuvo parte muy importante en el despliegue intelectual del siglo XVI, y son extremadamente apreciables sus contribuciones a un pensamiento pre liberal, para su propio criterio, religioso y no directamente político, se trata de méritos derivados y no esenciales. Por otra parte, si bien la Iglesia no atravesaba su mejor momento en la II República, suponerla, entonces o en el siglo XIX, compuesta fundamentalmente por curas guerrilleros y monjitas místicas, distorsiona la realidad. La Iglesia mantenía numerosas publicaciones y trabajos de investigación muy variados, e instituciones culturales de primer orden, como la universidad de Deusto, donde se hallaba lo único parecido a una facultad de Economía en el país, cerrada sin mayor reparo por el gobierno de Azaña, tan afecto a la cultura. También se esforzaba la Iglesia en formar élites profesionales y políticas, y por contrarrestar intelectualmente las doctrinas laicistas y revolucionarias, como reconoce Martínez Barrio. Esfuerzo mejor o peor encaminado, pero en conjunto notable. Sin vivir una etapa de brillantez intelectual, tampoco estaba el clero tan decaído como se le achaca, ni mucho menos.

En cuanto a la presunción de una religiosidad formulista y hueca, choca con la evidencia de las víctimas, que muy a menudo aceptaron el tormento y la muerte antes que renegar de sus creencias, y lo hicieron perdonando expresamente a sus asesinos. Los célebres versos de Claudel sobre los miles de mártires "y ninguna apostasía" parecen bastante próximos a la realidad. Pues, como una muestra más del extraño carácter, por así decir antipolítico, de la persecución, a menudo se ofrecía a las víctimas salvarse si hacían algún acto simbólico como pisotear un crucifijo o blasfemar. Sea cual sea el punto de vista con que se trate el hecho, está claro que la fe de los católicos no era superficial y formularia, al menos la de un sector amplio de ellos.

Y cualesquiera fueran los defectos culturales o espirituales de la Iglesia, resulta grotesco el intento de justificar o explicar por ellos la sanguinaria y obsesiva persecución a la que se libraron sus enemigos. Como si los nazis hubieran perseguido a los judíos acusándolos de no cumplir como era debido con su religión.

Otra acusación común destaca una supuesta enemistad de la Iglesia hacia la república. Este argumento ha calado profundamente, también en la derecha, y ha originado una abundante literatura sobre la cerrazón eclesial. J. Caro Baroja afirma: "El clero español dio unos cuantos diputados avanzados, otros reaccionarios. Pero en conjunto, al menos en el Norte, la campaña más sorda y necia contra la República se hizo en las sacristías, utilizando la amenaza, la idea de persecución, etc. (...) La retirada de los crucifijos de las escuelas, las leyes acerca de licencias para procesiones y otras sancionadas por las Constituyentes, los incendios de iglesias y conventos, dieron lugar a interpretaciones torcidas o equívocas, que irritaban a hombres y mujeres, según los cuales, los castigos de Dios eran inminentes. Todo quedaba englobado bajo la misma interdicción clerical: desde "bailar el agarrado" o ir en el "correcalles" a leer La Voz de Guipúzcoa». Puede ser, pero todo ello no pasa de pintoresquismo inocente al lado de las propagandas y actos anticristianos, realmente violentos y agresivos. Y hechos como las quemas de conventos, bibliotecas y escuelas por los supuestos adalides de la cultura, o las leyes que vulneraban las libertades ciudadanas para reducir a los clérigos a ciudadanos de segunda y a la indigencia, no admitían la menor «interpretación torcida o equívoca»: su realidad e intención estaban clarísimos.

A decir verdad, la acusación dicha tampoco encuentra respaldo en los hechos. La postura eclesial no fue homogénea. Las diferencia podrían personificarse en los cardenales Segura, por un lado, y Vidal i Barraquer por otro. El primero, impregnado del espíritu tradicional, pidió a los creyentes colaboración con las nuevas autoridades, sin dejar de recordar con gratitud a la monarquía. Aunque sus expresiones hacia la república no pasaban de frías, eran perfectamente legítimas en un sistema de libertades, y el gobierno le respondió con menos tolerancia de la que los republicanos habían disfrutado bajo la monarquía: le respondió con auténtico despotismo, resultando una colisión en la que Segura llevó las de perder. Vidal, próximo en algunos puntos a la democracia cristiana, prefería olvidar el pasado, aceptaba más abiertamente el espíritu del siglo y cerraba los ojos a muchas asperezas anticlericales, esperando que el tiempo las limase. Esta posición fue en parte auspiciada por el Vaticano -representado en Madrid por el mundano nuncio Tedeschini- y en el conjunto de España predominó la actitud intermedia de ángel Herrera, con mucho peso en el episcopado y cofundador de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, de los diarios El debate y Ya y del partido de Acción Popular, embrión de la CEDA, en la cual influía ideológicamente.

La Iglesia adoptó, pues, una actitud respetuosa y contemporizadora, aunque, claro está, disgustada por las injurias que sufría no de la república, concebida inicialmente como democracia liberal, sino de los partidos izquierdistas, nada liberales ni demócratas, aunque no cesaran de invocar la libertad. La argucia de Azaña cuando alude al peligro, puramente inventado, de un gobierno de obispos y abadesas, o explica la persecución por la supuesta "intransigencia, la ferocidad del todo o nada" que achaca a los católicos, falsea por completo la realidad. Ni siquiera cuando la tremenda agresión de la quemas de conventos en mayo del 31, respondieron el clero y los partidos católicos con la violencia o la subversión, que no habrían dejado de estar justificadas como legítima defensa. La CEDA no sólo acató el nuevo régimen, sino que lo salvó literalmente en octubre de 1934, cuando lo asaltaron las propias izquierdas, como está hoy bien documentado. No fue la Iglesia la que hostigó a la república, sino las izquierdas de la república las que hostigaron sin tregua a la Iglesia.

 

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Una tercera explicación afirma que la Iglesia se ganó la animadversión de amplias capas populares, de los pobres, por haberlos olvidado, por no haber atendido a sus necesidades. Pero esta acusación ignora dos cosas: que los autores de la persecución no fueron «los pobres», sino unos partidos y políticos que decían hablar en nombre de ellos. La inmensa mayoría de los pobres no participó en las matanzas, y una gran parte de ellos siguieron sintiéndose cristianos. Y por otra parte la Iglesia no estaba tan alejada de los necesitados como se pretende. Sostenía, entre otras cosas, una red muy considerable de asilos de ancianos y desvalidos, y de asistencia a enfermos, tanto más apreciable en una época en que apenas existía seguridad social, desarrollada más tarde, en época de Franco. Además dirigía centros de formación profesional y de enseñanza a obreros y jóvenes sin recursos, de ambos sexos, etc. Lo que hacía el clero en este orden, mucho o poco y desde luego no era poco, casi nadie más lo hacía. El argumento podría tener algún peso si el objetivo del exterminio hubieran sido las jerarquías eclesiásticas o los sacerdotes de los barrios y zonas acomodadas, pero no fue así. Los perseguidores detestaban especialmente las actividades eclesiásticas en las zonas populares, pues las veían como una intromisión en el campo proletario, que ellos creían monopolio suyo. Los curas y frailes dedicados a esas labores fueron también asesinados, a menudo con verdadero sadismo. Ya en mayo del 31 los incendios se dirigieron, significativamente, contra centros de formación profesional o escuelas salesianas y jesuitas para obreros, y Azaña quiso prohibir incluso la beneficencia eclesial.

Pese a estos hechos, la acusación permanece con fuerza, completada con la de haberse aliado la Iglesia tradicionalmente con los «ricos», con los poderes «reaccionarios», «explotadores», con el «capitalismo». Hace poco un ex sacerdote o ex seminarista pasado al socialismo, el historiador Santos Juliá, criticaba las beatificaciones de los mártires cristianos, asesinados muchos de ellos por socialistas, apoyándose en el intelectual católico francés Maritain, de quien citaba: "Es un sacrilegio horrible masacrar a sacerdotes -aunque fueran fascistas, son ministros de Cristo- por odio a la religión; y es un sacrilegio igualmente horrible masacrar a los pobres -aunque fueran marxistas, son cuerpo de Cristo- en nombre de la religión". Le repliqué en un artículo de Libertad Digital: «Un historiador con algún sentido crítico no puede emplear de ese modo la sentencia de Maritain oponiendo sacerdotes y "pobres". Los sacerdotes eran asesinados por el mero hecho de ser sacerdotes, pero, ¿de dónde saca Maritain que los pobres sufrían matanzas por serlo? Eso es propaganda stalinista, y su falsedad resalta no ya para un historiador, sino para cualquier persona con sentido común. Ello aparte, los muertos por la represión de los nacionales durante la guerra ascendieron a unos 70.000, según los cálculos más solventes de Martín Rubio: ¿tan pocos pobres había en España? Como sabe todo el mundo, cayó entonces gente acomodada, de clase media y de escasos recursos, pero ninguno de estos últimos lo fue por su posición social, sino por considerársele enemigo político o por venganzas personales. Lo mismo vale para la represión del Frente Popular (unas 60.000 víctimas, más proporcionalmente que sus contrarios, al haberse ejercido sobre un territorio menor), la cual sacrificó también a numerosos obreros y campesinos desafectos. La persecución de los clérigos y monjas se emparenta cualitativamente con el Holocausto perpetrado por los nazis contra los judíos, pues en ambos casos las víctimas eran asesinadas simplemente por ser judíos o clérigos. Un historiador serio debe tener en cuenta otro detalle que Juliá también olvida, y que ayuda a explicar la evidente falsificación del intelectual francés: la preocupación de este por su país, pues le alarmaba la influencia alemana e italiana en España en detrimento de los intereses franceses, y por ello presentaba a Franco como un títere de Hitler. Pudo tratarse de una mentira inconsciente, pero desde luego faltaba a la verdad y escondía que, en cambio, el Frente Popular sí fue dominado por Stalin desde el envío del oro español a Rusia».

Maritain, por cierto, tenía bastante influencia en el Vaticano, donde, según Sainz Rodríguez, «nos consideraban un pueblo al que se tiene seguro, en el que no existe peligro de que se aparte de la disciplina católica, pero al que no hay que prestar excesivas atenciones. En cambio, el elemento francés pesaba enormemente en el Vaticano», e incluso «los asuntos españoles eran interpretados a través de lo que se decía en Francia». Tengo la impresión de que Sainz no iba aquí del todo descaminado.

Terminaba mi artículo: «Juliá y tantos otros desvirtúan la espeluznante persecución religiosa con argumentos especiosos, han pretendido durante años que la Iglesia pidiera perdón a sus torturadores y ahora se oponen a que honre a sus mártires. ¡Imaginemos que en Alemania se hiciese hoy algo semejante con los judíos! El envenenamiento de las conciencias prosigue, con las mismas falsedades de los años 30. Juliá y compañía no revelan el menor sentimiento por lo que entonces hizo el Frente Popular, y uno queda con la sospecha de que repetirían, si hubiera ocasión. Después de todo siguen demostrando una vocación en verdad fanática por defender a los pobres».

Además, aunque la Iglesia se hubiera desentendido efectivamente de los pobres o los trabajadores, ello tampoco justifica en modo alguno la persecución. Al revés, sus enemigos deberían estar muy contentos de esa actitud.

Debemos atender a otra faceta de la acusación, muy próxima a la teoría marxista de la lucha de clases. Según ella, nada más natural que el compinchamiento de la Iglesia con los llamados explotadores, pues servía a estos para suministrar a los explotados el opio religioso que les hiciera resignarse, en lugar de rebelarse contra su triste situación. Esta doctrina incidía sobre algunos rasgos tradicionales del cristianismo, y no ha dejado de seducir a algunos sectores religiosos, que propugnaban el arrepentimiento por la identificación eclesial con los ricos y los poderosos. La Iglesia debía regenerarse para ganarse a los pobres, a los trabajadores manuales, a los desheredados del Tercer Mundo y, en el caso español, pedir perdón por haber apoyado en la guerra civil a quienes la estaban salvando del exterminio, en lugar de apoyar a sus exterminadores, los partidos llamados obreros del Frente Popular. Las víctimas de la persecución debían recibir así la suprema injuria de un olvido despectivo.

Se trata de un enfoque, ya digo, aproximadamente marxista, esto es, materialista, y creo que conducía a la Iglesia al suicidio teórico y práctico. Teórico porque le hacía renunciar o dejar en segundo término su legado espiritual, no materialista; y práctico porque los partidos marxistas quedaban como los auténticos defensores de la justicia social, de los pobres, mientras la Iglesia debía purgar su larguísima identificación con los opresores y solo muy a última hora reconocía su error y pretendía rectificar. Al estar la verdad, en lo esencial, al lado de aquellos partidos, el mensaje de la Iglesia se volvía redundante, quedaba a la defensiva o se diluía, y tal efecto tenía la célebre consigna de la cruz en una mano y la hoz y el martillo en la otra. El llamado diálogo con el marxismo, así planteado, benefició mucho a este y perjudicó a la Iglesia, en cuyo seno introdujo una notable confusión. En fin, hoy debiera estar bastante claro que los partidos autodenominados obreros nunca representaron nada parecido a unos «intereses históricos» del proletariado, que se combatieron y asesinaron entre sí y que nunca los pobres sacaron nada bueno de ellos.

 

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En mi opinión hay tres factores que explican suficientemente la persecución y sus rasgos criminales. En primer lugar, la tradición jacobina. En España, mucha gente identificó el liberalismo con la invasión napoleónica y la Revolución francesa, identificación errónea en general, pero apropiada en el caso de la fracción de los liberales llamados exaltados, luego progresistas y republicanos. Para estos, en efecto, la Revolución francesa constituía el modelo, y un punto fundamental de ella consistía en el aplastamiento de la Iglesia, como había ocurrido en Francia y habían predicado algunos ilustrados, particularmente Voltaire: écrasez l’infâme! Esta concepción difería de la de la Revolución useña o de la experiencia inglesa, que no conocieron tales convulsiones y persecuciones; en la misma España, el liberalismo tenía corrientes moderadas y enlazaba con la tradición intelectual española de los siglos XVI y XVII, eclesiástica en tan gran medida. Sin embargo el sector republicano, de estilo muy jacobino, propugnó la eliminación de la Iglesia, a la que presentaba como el obstáculo mayor a la modernización del país, a la razón y al progreso. Ese fue su objetivo esencial, causa de matanzas y quemas de iglesias ocasionales, así como de una copiosa propaganda. Debe destacarse que la literatura anticlerical en España nunca tuvo la altura intelectual de la francesa, y si destaca por algo es por su carácter soez y pedestre. No obstante, su persistencia y masividad le fueron ganando un influjo social considerable.

En segundo lugar, las nuevas corrientes revolucionarias, desde finales del siglo XIX, adoptaron un punto de vista parecido al de nuestros jacobinos. Los anarquistas miraban la creencia religiosa como un enemigo incluso mayor que el propio sistema capitalista, y desde muy pronto hizo objeto a la Iglesia de una hostilidad incondicional, mediante atentados con bombas y otras manifestaciones violentas. Probablemente fueron los más entusiastas incendiarios de templos (no los únicos, ni mucho menos). Los marxistas manifestaban una oposición menos frontal, pues daban la importancia decisiva al factor económico, al derrocamiento del sistema capitalista, después de lo cual la religión debía ir disolviéndose de forma natural, ayudada, eso sí, por la dictadura del partido, llamada del proletariado. No obstante, los marxistas creían necesario apoyar a los republicanos más radicales a fin de cumplir la «revolución burguesa», preludio necesario de la proletaria, y por tanto apoyaban su anticristianismo, participando, como ateos militantes, en la propaganda y el hostigamiento a la Iglesia, así como, a su debido tiempo, en las matanzas. Como señalé al principio, este era el único punto de coincidencia entre todos aquellos grupos, y su influjo sobre sectores de la población no cesó de crecer en el primer tercio del siglo XX.

Estos dos factores, que se reforzaban, podían ser mantenidos relativamente a raya mientras persistiera la legalidad que convencionalmente llamamos burguesa, una legalidad no utópica o revolucionaria. Pues en una sociedad repleta de intereses, creencias, aspiraciones y sentimientos muy dispares, solo el mantenimiento de la ley garantiza una convivencia razonablemente pacífica, aun si con crisis naturales. Pero la república, nacida en principio como democracia liberal, sufrió desde muy pronto un proceso de derrumbe cada vez más agravado, que he descrito en tres fases: una fase de desbordamiento, de origen sobre todo izquierdista, durante el primer bienio (quema de conventos, insurrecciones anarquistas, golpe de Sanjurjo desde el otro lado, fracaso de algunas reformas razonables, pero aplicadas con ineptitud y transformadas en pura demagogia…). Una segunda fase de asalto de las izquierdas y los separatistas al poder que las urnas les habían arrebatado en 1933 (intentos de golpe de estado por Azaña y los republicanos, preparativos de guerra civil en pro de un sistema soviético por parte del PSOE, movimientos de rebeldía de los nacionalistas catalanes y vascos), culminada con la insurrección de octubre del 34, que dejó 1.400 muertos en solo dos semanas y en 26 provincias. Y una tercera fase al volver al poder las izquierdas agrupadas en el Frente Popular, tras las elecciones anómalas y no democráticas de febrero de 1936, para desatar de inmediato un movimiento revolucionario desde la calle, con cientos de asesinatos, incendios, ocupación de fincas etc., más la liquidación por el gobierno de la legalidad republicana, antes concebida como una democracia liberal.

Este proceso arruinó la convivencia social en España, acabó de quitar toda legitimidad al gobierno de izquierdas y motivó la rebelión de las derechas, reanudándose la guerra civil. Importa subrayar que la rebelión de julio de 1936 no fue un pronunciamiento militar al estilo de los del siglo XIX y algunos del XX (la gran mayoría de ellos, contra un tópico común, tuvo carácter izquierdista, es decir, exaltado, progresista o republicano), sino una verdadera sublevación de una parte muy amplia del pueblo en torno a un sector del ejército. Y que no ocurrió frente a un gobierno legítimo y democrático, como siguen pretendiendo diversas propagandas, sino contra un gobierno despótico y un proceso revolucionario. No sería la democracia, como a menudo se pretende, sino la revolución, la que saldría derrotada.

Fueron, pues, las izquierdas y los separatistas quienes hundieron la legalidad republicana, aunque persistieran luego en llamarse republicanos, un artificio de propaganda para retener una legitimidad ficticia y obtener apoyo exterior (solo lo obtendrían de Stalin, que convirtió al Frente Popular en protectorado suyo). La ruina del ideal demoliberal dejó una pugna entre dos ideales dictatoriales, el totalitario de las izquierdas y el autoritario de las derechas. Este último, muy preferible para cualquier demócrata, ganó la contienda, mantuvo a España fuera de la guerra mundial y facilitó un importante desarrollo económico y la disolución de los viejos odios de la república, para dar paso, son el tiempo y de forma bastante normal, al actual sistema de libertades políticas. No me extenderé aquí sobre estos hechos, hoy suficientemente documentados.

La caída de la ley tiene siempre o casi siempre los mismos resultados: el desencadenamiento de los odios y las pasiones, y con ellos, de los crímenes. El levantamiento derechista fracasó al principio y quedó en posición casi desesperada, recurriendo al terror para asegurar su retaguardia, mientras que el Frente Popular, seguro de su victoria empleó el terror como aplicación de un programa de «limpieza» acariciado y preparado por su propaganda desde largo tiempo atrás.

A mi juicio, estos tres factores, es decir, las concepciones jacobinas, su reforzamiento por las ideas revolucionarias marxistas y anarquistas, y la destrucción de la legalidad republicana por el Frente Popular, explican suficientemente la matanza de religiosos y muchos otros fenómenos de la época. Podemos hablar del pensamiento utópico y mesiánico detrás de tales actos, pero aquí dejaremos ese aspecto de lado.

¿Cuáles fueron los fallos de la Iglesia en relación con todo este proceso? Como he indicado, no creo que fueran los que habitualmente se le achacan. La Iglesia perdió mucho terreno en la sociedad española durante aquellos decenios, como lo ha vuelto a perder ya desde antes de la transición democrática, y eso requerirá seguramente un análisis interno. Pero no abordaré esa cuestión, pues no enfoco el tema desde el punto de vista del creyente, sino del demócrata. Como tal, considero que la Iglesia tiene el mismo derecho a expresarse y organizarse que cualquier otra asociación, máxime teniendo en cuenta su extraordinaria relevancia en la historia y la cultura españolas. Y estoy convencido de que los ataques que ha venido sufriendo y que sufre hoy nuevamente, perjudican seriamente no solo a la Iglesia, sino a la democracia misma, a la estabilidad de la sociedad y a la integridad del país.

Conferencia dictada en Jerez de la Frontera (España) el 1 de abril de 2008

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